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Empáqueme este empaque y deme bolsa

Ignacio Zuleta Ll.
14 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

Soy un primate. Antes de proceder a desempacar navideñamente la tercera envoltura de unos alicates que venían sellados en su prístino molde, tenía la sensación de ser civilizado, consciente y ya muy lejos del hombre primitivo. La ilusión se esfumó.

Primero me engañé al creer que la cubierta plástica podría abrirse con sólo separar la cara posterior de la anterior. Pero un termosellado es reto serio. Después intenté violentar esa envoltura con un destornillador que tenía a mano, pero el plástico se resistía a la tentativa y no se rasgaba. Intenté luego con las tijeras de escritorio, los dientes incisivos y caninos y el cuchillo de la carne, hasta que opté por la cizalla de romper candados. Ya para entonces confirmé que los psicólogos que diseñan los empaques apelaban a mis más bajos instintos animales, y yo había respondido como un mono.

Desde entonces he venido observándome de cerca, dejándome atraer por los colores y las formas del empaque. ¡Si hasta los colecciono!, para medir las abrumadoras cantidades de bolsas, frascos, tarros y embalajes, todos voluminosos, inútiles y eternos a pesar de que ostentan el logo «reciclable». Estoy sentado en la cima de mi montaña de basura mientras medito sobre el futuro del planeta bebiendo agua en botella de polietilentereftalato, dear PET.

Monté además un puesto de guardia en el supermercado para mirar con cierto disimulo cómo operamos los consumidores. Con el cerebro arrullado por música de fondo, las lindas etiquetas y la promesa del descuento del momento, nadie lo piensa mucho. Y después he mirado con asombro la cara de la gente cuando desempaca con avidez el objeto de consumo, digamos un smartphone recién comprado: primero lo retira de la bolsa con ojos expectantes, luego abre la cajita, aparta el estireno y ya va en estrabismo; después cierra los ojos y rasga con los dientes la bolsa transparente del auricular y por último retira el forro corrugado. Y cuando ya tiene el juguete entre sus dedos... ¡el éxtasis, en dosis personal! Este curioso instinto parece provenir de los homínidos recolectores de nueces y gusanos.

Y desde mi atalaya tomo nota de que tanta envoltura significa también que estamos infectados con la paranoia de la higiene. Los champiñones lucen sin hongos en su antiséptica bandeja de icopor sellada con vinilo y las papas perfectas y las frutas enceradas no están contaminadas con asquerosa tierra, como las de la tienda del vecino. Hemos progresado hasta empacar en plástico el bocadillo de guayaba y ponerle de adorno la hoja que le daba su sabor, y no se entiende cómo hay gente que aún da la pelea para evitar que el bollo limpio y el envuelto de mazorca sean embutidos en higiénicas envolturas de salchicha.

Nota: Informo que en lo que va del mes de enero he llenado tres bolsas gigantescas con los residuos plásticos y los papeles navideños, yo solito. Estoy a punto del inevitable cambio mensual de afeitadora, que ya depila en vez de rasurar. Y esto apenas para cubrir mis necesidades más vitales.

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