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En busca del bachillerato perdido

Julio César Londoño
07 de febrero de 2009 - 02:57 a. m.

¿CUÁNTO SABE UN BACHILLER? HAY una respuesta feliz: después de once años de roce con los libros y los amigos, con las letras y los números, con las ciencias y con las artes, el bachiller es un joven muy sabio si lo comparamos con el pequeño bárbaro que entró asustado al colegio once años atrás, y tiene ya los elementos necesarios para elegir una carrera.

A mí me gusta el bachillerato porque lo estudia todo, el alma y la piedra, el agua y la estrella. Comparado con él, las carreras profesionales son tan sosas como un restaurante de un solo plato.

Pero la pregunta también tiene respuestas infelices: el bachiller lo aprende todo… y todo lo olvida. Suma bien, resta con alguna dificultad (de la división no hablemos), lee de corrido pero comprende poco y no es capaz de escribir nada. Bueno, quizá un mail. Lo demás (los clásicos, Platón, Euclides, la gravitación universal, el sistema respiratorio, la inteligencia de las flores, el radar de los murciélagos, el seno, el coseno y el pluscuamperfecto) son datos resecos que el estudiante memoriza para un examen y luego, es decir, saliendo del salón, los vomita asqueado.

Para explicar esta tragedia, este colosal desperdicio de dinero, tiempo, energía y juventud, se dice que los profesores son todos unos estúpidos irredentos. La hipótesis es insostenible, porque el profesor promedio tiene que ser eso, un promedio. No será un Piaget pero tampoco es un sargento. Y como lo mismo puede afirmarse del  estudiante promedio, el problema tiene que estar en el pensum: les enseñamos a los muchachos cosas importantísimas pero a destiempo, mucho antes de que esas cosas les interesen. Les damos las respuestas antes de que nazcan en ellos las preguntas.

Los primeros años de la escuela deberían limitarse sólo a las cosas que de verdad le interesan a un niño: los deportes, los juegos, la pintura, la música, los amigos. En algún momento, el niño descubrirá que sus dibujos son insoportablemente planos y querrá saber cómo puede crear la ilusión de profundidad. En este momento, no antes, está maduro para una clase de perspectiva.

Cuando escuche muchas veces las palabras “los griegos descubrieron que…”, seguramente querrá saber quiénes fueron esos sujetos, no antes. El amor es hijo de la admiración.

Cuando advierta que el número es una entidad omnipresente, que está en la música, en la pintura, en el baile y en la tienda escolar, lo mirará con otros ojos y hasta pueden llegar a ser grandes amigos. Claro, siempre y cuando se elimine la memorización de las tablas de multiplicar, ese brebaje verde y espeso que los vuelve alérgicos a la matemática de por vida. Lo importante no son las tablas sino el concepto de la multiplicación, el algoritmo (una suma de sumandos iguales) y su aplicación a la solución de problemas.

Cuando descubra que con las palabras se puede seducir, negociar, conversar, injuriar, reír, contar historias y escribir mails más eficaces, sabrá que la gramática y la poesía son aliadas, no enemigas (a propósito: creo que los clásicos deben ser desterrados del catálogo del bachillerato. Son muy jartos para iniciar a nadie en la lectura. Son como las tablas de multiplicar de la literatura).

Un joven educado así, me dirán, estará en desventaja al final de la primaria si lo comparamos con los estudiantes del pensum tradicional. Es probable, pero estoy seguro de que al final del bachillerato se los comerá vivos a todos por una razón muy sencilla: ama lo que sabe. Sabe porque ama. No vomita nada.

Por desgracia mi pensum no es aplicable ahora porque padecemos el frenesí de la velocidad. Perdimos el goce y el sentido de la lentitud. Durante mucho tiempo seguirá siendo cierto que el hombre nace bruto y la escuela lo remata.

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