En la mesa y en el juego

Felipe Restrepo Pombo
11 de diciembre de 2009 - 09:20 p. m.

EN UN MUNDO OBSESIONADO POR la fama y la fortuna, los deportistas de alto nivel ocupan un lugar paradójico. Por un lado, son grandes ídolos: seres superdotados que han triunfado gracias a su talento y esfuerzo, sin ayuda de nadie.

Personajes que suponemos rectos y que imaginamos en un nivel superior (fuera y dentro de las canchas): los llamados a ocupar, de cierta forma, el vacío moral dejado por políticos, empresarios e intelectuales. Los deportistas son modelos que a nadie le incomoda seguir. Pero, al mismo tiempo, son chivos expiatorios. No tienen derecho a equivocarse y, cuando lo hacen, parecería que muchos disfrutan con su caída.

No es algo nuevo, pero me ha quedado muy claro en las últimas semanas. El primero en equivocarse fue André Agassi. En su autobiografía, titulada Open, el tenista confesó que había consumido metanfetaminas durante su carrera, que aborrecía el circuito profesional y que odiaba a otros tenistas, algunos de ellos compañeros del equipo de Copa Davis. También relató cómo, cuando empezó a peder el pelo a finales de los noventa, sus patrocinadores lo obligaron a jugar con peluca, para que no perdiera su aspecto juvenil. Agassi, quien llegó a ser el número uno del mundo, a ganar casi todo lo que un tenista profesional puede aspirar a ganar y a casarse con Steffi Graf, se convirtió en villano. Su libro fue criticado por colegas y fanáticos, quienes consideraron que el carismático tenista de Las Vegas había deshonrado un deporte de caballeros.

Al poco tiempo empezó la tragedia de Thierry Henry. El delantero francés cayó en desgracia luego de cometer una mano que ayudó a su país a clasificar al próximo mundial. Henry nunca pensó que su falta —abiertamente intencional, valga la pena anotar— quedaría tan en evidencia y, mucho menos, que generaría una polémica tan amarga. El mundo se enfrascó en una absurda discusión sobre el castigo que debía recibir Henry, la posible descalificación de su selección y la rectitud de los franceses. En un programa de la cadena France 2, vi a un filósofo, consternado, explicar las terribles implicaciones sociales de los actos del futbolista. Lo que no entiendo es por qué nadie se escandaliza de que los mafiosos manejen equipos, jugadores y árbitros en todo el mundo o de que algunos fanáticos delirantes golpeen gente cuando su equipo pierde, como ocurrió hace un par de días en Brasil.

Ahora es Tiger Woods quien, por culpa de sus infidelidades, está en el ojo del huracán. Poco importa que sea, tal vez, el mejor golfista de la historia o el primer hombre negro que llegó a la cima de un deporte elitista: en Estados Unidos no le perdonan que no sea el tipo perfecto que todos habían imaginado (o mejor: el superhéroe por quien pagan por ver). Poco importa que su falta ocurriera muy lejos de los fairways, su carrera ha quedado manchada para siempre. Y hay que ver a los medios gringos: encantados de revelar los más sórdidos detalles de las aventuras de Woods y de destruir su reputación sin ningún miramiento.

La vida privada de las celebridades está expuesta al público: es el precio que pagan por la fama. Pero los deportistas participan en un juego con reglas macabras. Los premiamos con toneladas de dinero y adoración cuando nos hacen sentir —así sea por segundos— ganadores. Pero los castigamos sin misericordia cuando nos recuerdan lo cerca que estamos de ser los mismos perdedores de todos los días.

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