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Enterrar al hijo

Carlos Granés
03 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

Entre la fauna de caudillos que ha dado Latinoamérica en las últimas décadas, ninguno como Hugo Chávez siguió el modelo de Fidel Castro.

 El subcomandante Marcos, que despertó la curiosidad mundial por Chiapas, seguía el modelo del Che Guevara, con su pipa, su cursilería poética y su renuencia a ocupar lugares de poder. Alberto Fujimori fue un Pinochet a la peruana: enfrentó a Sendero Luminoso e hizo reformas económicas que sanearon el disparate económico de Alan García, a cambio de la democracia, los derechos humanos y las arcas públicas. El mexicano López Obrador se perfiló como un reencauche seglar de los teólogos de la revolución, mitad profeta, mitad rebelde y por completo alejado de la realidad. Y Álvaro Uribe demostró ser el típico hombre de fines: alguien con una meta tan noble y trascendente que le bastaba obrar acorde a su conciencia para sentirse legitimado a saltarse la legalidad.

Chávez, en cambio, ha demostrado el mismo repudio por la democracia que Castro, y ha hecho todo lo posible por convertir a Venezuela en una plataforma más de esa revolución latinoamericana con la que soñaba su mentor. En 2004, cuando la oposición convocó a un referéndum revocatorio, Chávez viajó a La Habana en busca de consejo y volvió a Caracas cargado de ideas. Para conquistar al pueblo implementaría sus famosas Misiones, y para someterlo crearía una red de espionaje y contrainteligencia similar a los CDR cubanos. O conmigo o contra mí: esa sería la lógica totalitaria que sofocaría hasta la náusea a los opositores. Después de que se hiciera pública la Lista Tascón, un recuento exhaustivo de los miles de venezolanos que convocaron al referéndum, se identificó a los enemigos del régimen y se les acorraló. Entró en juego la táctica castrista de espantar a los adversarios para dejar a un líder absoluto rodeado de incondicionales. Chávez se identificó con la esencia de Venezuela y acusó a todo opositor de ser un oligarca o un pitiyanqui, es decir, un venezolano a medias, indigno y traidor a la patria. El auge de la violencia y la criminalidad tuvo mucho que ver con esta política de crispación y división. Para completar, un ejército privado —las Milicias Bolivarianas—, que no responde a ninguna autoridad más que a la del caudillo, se convirtió en una amenaza de sangre que petrificó el statu quo.

¿Pero qué ocurrirá ahora que, como parece inevitable, Castro tenga que enterrar a su hijo? Puede venir una seria crisis económica en Cuba, en caso de que Nicolás Maduro o Diosdado Cabello (o Capriles, si tiene opción de competir en unas elecciones limpias) suspenda los subsidios millonarios que Chávez enviaba a la isla. Eso no será el final de la Revolución, pero sí condenará a Castro a vivir sus últimos años viendo la decrepitud de su régimen. Sin los dos polos de atracción antidemocráticos del continente, Cuba y Venezuela, es posible que esa nueva forma de caudillaje que reinventó Fujimori en 1992, la de llegar al poder por vía democrática para practicar un golpe desde dentro, se agote. Es sólo un deseo de Año Nuevo, pero en eso consisten estas fechas.

 

*Carlos Granés

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