Entre secretos y sotanas

Klaus Ziegler
27 de febrero de 2013 - 06:00 p. m.

La abdicación de Benedicto XVI es motivo de especulaciones y conjeturas.

Aunque se veía frágil y enfermo, rumores provenientes del mismo Vaticano ahora hablan de un entramado de corrupción, sexo y tráfico de influencias que habría llevado a la renuncia del Pontífice. Los escándalos por homosexualidad y pedofilia, que comprometen a decenas de sacerdotes católicos, hoy vuelven a salir a flote en uno de los momentos más difíciles para la Iglesia Católica en sus dos mil años de existencia. La dimisión papal quizá sea la manifestación más reciente de un problema que podría haberse extendido hasta el seno de la misma curia de Roma.

El asunto gravísimo de los sacerdotes pedófilos se trató siempre como una cuestión exclusivamente interna de la Iglesia. En la directiva denominada “Crimen Sollicitationis”, promulgada por Pio XI, en 1922, y refrendada por Juan XXIII, en 1962, se establece la manera como la Iglesia habría de manejar las denuncias de abuso sexual por parte del clero: el documento pide estricta reserva y exige mantener la más absoluta confidencialidad (secreto del Santo Oficio) so pena de ser excomulgado ipso facto. No se contempla excepción alguna. En 2001, dicha disposición se reemplazó por el riguroso cumplimiento del Secreto Pontificio, bajo el cual la excomunión dejó de ser automática. Tras el decreto “Motu Proprio Sacramentorum Sanctitatis Tutela”, todas las acusaciones de abuso sexual debían dirigirse a la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo jefe máximo durante 25 años fue el cardenal Joseph Ratzinger. Y no fue hasta 2011 que la jerarquía eclesiástica impuso la obligación de informar a las autoridades civiles sobre cualquier presunto delito sexual cometido por un sacerdote.

No obstante el enorme poder de Roma, las voces de rechazo a esas políticas de encubrimiento no fueron pocas, incluso dentro del mismo clero. Ante la actitud indiferente (¿cómplice?) del Vaticano, la Conferencia de Obispos Irlandeses decidió presentar una iniciativa propia. En el documento titulado "Abuso sexual infantil: marco para una respuesta de la Iglesia", publicado por el Comité Asesor de Obispos Irlandeses, en enero de 1996, se propone hacer obligatoria la denuncia de abusos sexuales en cualquiera de las parroquias o escuelas de las distintas órdenes sacerdotales. La Congregación para el Clero,

A través del entonces Nuncio Papal, el arzobispo Storero, respondió a esta súplica objetando que la solicitud reclamaba disposiciones contrarias a la disciplina canónica. Se subraya en el comunicado la necesidad de observar meticulosamente aquellos procedimientos establecidos por el Código de Derecho Canónico. La frustración de los obispos irlandeses aparece consignada en el llamado “Cloyne Report”, donde la misiva se califica, muy diplomáticamente, como un documento inútil para cualquiera que aspirase a implementar los procedimientos acordados.

¿Y quién estaba a la cabeza de la Congregación para el Clero en aquella época? Nada menos que su eminencia el cardenal Darío Castrillón Hoyos, pro-prefecto de la Congregación desde 1996, y prefecto entre 1998 y 2006. Su opinión con respecto a denunciar curas pederastas puede apreciarse con nitidez en la carta dirigida al obispo francés Pierre Pican, en septiembre de 2001. En ella lo felicita “por no haber denunciado a un sacerdote a la administración civil”. Se lee en su misiva: "Usted ha actuado bien y me complace tener un colega en el episcopado que, a los ojos de la historia y de todos los demás obispos del mundo, prefirió la prisión antes que denunciar a su hijo y sacerdote". El sacerdote en cuestión había sido sentenciado a 18 años de prisión por violar a un niño en repetidas ocasiones y por haber agredido sexualmente a otros diez.

Castrillón Hoyos es el mismo personaje inefable que hace unos años, y en el transcurso de una entrevista con Patricia Janiot para CNN, retó a su interlocutora a que mencionara un solo caso de abuso sexual a manos de algún cura, que hubiese quedado impune. Cuando se le preguntó por el padre Marcial Maciel, inflando los carrillos, y de la manera más grosera, contestó: “No te respondo”.

¿Y cuál ha sido la postura de Benedicto XVI en todo este asunto? Sabemos que pidió perdón por los pecados cometidos por la Iglesia. Debemos así mismo reconocerle su directiva del 3 de mayo de 2011 donde se autoriza a las conferencias episcopales a que tracen sus propias directrices para combatir el problema del abuso sexual. Exigió además añadir una cláusula en la cual se estableciera que tales casos serían competencia de las autoridades civiles. Sin embargo, ese talante progresista contrasta con la actitud ultraconservadora que mostrara en sus épocas de jefe absoluto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En su carta a los obispos católicos, de 2001, el cardenal Ratzinger explica el contenido del “Motu Proprio Sacramentorum Sanctitatis Tutela” en relación con el abuso infantil y el clero. En ningún lugar del comunicado se exige informar acerca de los delitos sexuales a las autoridades civiles, y en cambio sí se pide respetar el Secreto Pontificio. Las “Normas Sustanciales”, revisadas en 2010, todavía lo exigían.

Para nadie ha sido un secreto la insistencia de una parte de la Iglesia por ocultar a sacerdotes acusados de pedofilia. De por lo menos cuatro mil denuncias examinadas por el Vaticano no se sabe de ninguna donde se haya exigido informar a la administración civil. Contrario a la afirmación desvergonzada de Castrillón, la impunidad, al menos en lo que concierne a la ley ordinaria, sería casi absoluta si no hubiese sido por la lucha de las mismas víctimas por sacar a flote la verdad. Abusadores reconocidos, como el padre Maciel, jamás pagaron cárcel por sus crímenes. Maciel solo fue conminado a llevar una vida de oración y penitencia.

La existencia durante casi un siglo de dos sistemas paralelos de justicia, uno secreto, administrado por la Iglesia, y otro civil, es algo indiscutible. Este hecho en sí mismo merecería una rigurosa investigación penal. Pero los papas, como los reyes, están por encima de las legislaciones terrenales.

Y no estamos hablando de faltas contra la moral o contra la ley canónica. El encubrimiento de un delito constituye otro delito, no una mera falla moral. No se trata de pedir perdón; no basta con la sanción eclesiástica. Lo que muchos demandan, y con toda razón, es que no haya organizaciones que amparadas en cánones propios de justicia pretendan estar por encima de las leyes que cobijan al ciudadano ordinario. El desprestigio que hoy sufre la Iglesia Católica no es gratuito. Como ha señalado el escritor Jason Berry, “El gran problema ha sido siempre la mendacidad organizada, la mentira institucionalizada”, la hipocresía. Las consecuencias empiezan a verse.

Nota: Deseo agradecerle a mi amigo Kieran Tapsell por compartir de manera generosa sus meticulosas investigaciones sobre este tema. Una discusión más completa puede leerse en http://www.catholica.com.au/forum/index.php?id=125126

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