Entre Zenobia Camprubí y Helena Araújo

Beatriz Vanegas Athías
14 de febrero de 2017 - 02:00 a. m.

No puede entenderse la vida y la obra de Juan Ramón Jiménez, sin la figura de su compañera Zenobia Camprubí Aymar. Lo juanramoniano, que impregnó la estética internacional, no habría sido posible sin el esfuerzo titánico de su compañera Zenobia que representó además, la lucha de la mujer española por sostener la dignidad personal por medio del trabajo y la autonomía intelectual. Zenobia Camprubí, profesora, marchante de artesanías y antigüedades, traductora, fue también una prolija escritora cultora de epístolas y diarios que dan cuenta de la Historia de lo Femenino en una España que hasta la década del setenta, impedía que las mujeres accedieran al trabajo si el esposo no daba autorización.

Zenobia Camprubí Aymar, amó, padeció, soportó y enrumbó al nobel Juan Ramón Jiménez. Padeció su misantropía y su propensión al desorden y a permanecer alejado de la limpieza tanto corporal como de los espacios que habitaba. No siempre se es feliz, así los dos se prodiguen amor. Y Zenobia renunció a su talento para empujar y sostener al poeta en un rapto de lucidez palmaria, de quien sabe que sin su inteligencia y sin su arte, la obra del marido no hubiera podido llevarse a cabo, al menos tal como ha llegado hasta nosotros.

Helena Araújo es una de nuestras grandes novelistas colombianas. Pertenecía a la alta burguesía bogotana y era hija de una familia muy liberal. Creció y vivió parte de su vida en el barrio Teusaquillo que durante los años cincuenta fue epicentro de la vida social de la burguesía bogotana. Vivió cinco años en Brasil mientras su padre cumplía funciones diplomáticas en ese país. Políglota, viajó por diferentes países. Estudió Literatura en los Estados Unidos. Era, pues, una mujer absolutamente feliz dentro del canon conservador y cristiano de un país sumido en los paradigmas coloniales. Sin embargo, nada más lejano a la vida de la escritora Araujo que la felicidad. Por ello empieza desconfiar de verdades infundadas que conminaban a la mujer al hogar y a ser una pertenencia del hombre.

Helena Araújo tuvo que enfrentar a finales de los años sesenta un juicio ante la Corte Eclesiástica en el que se le acusaba de ser mujer incapaz de dar a su esposo un hijo varón. Además de ser recluida en un lujoso sanatorio mental en Barcelona, pues la familia y su esposo la consideraron desquiciada cuando manifestó su deseo de separarse. Este atentado contra su integridad física y mental la llevó a exiliarse en Suiza, no sin antes ser separada de sus cuatro hijas.

He querido recordar a estas dos mujeres, porque sus historias no hacen parte de un pasado indigno. Sus dramas y luchas en estos desafortunados tiempos que corren son descaradamente vigentes. Sólo es aguzar bien los ojos para descubrir tanto intelectual colombiano sosteniéndose y opacando a su compañera. Sólo basta revisar el canon latinoamericano para comprobar que la cruel dinámica vigente es la de la invisibilización ante cualquier atisbo de genialidad femenina.

 

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