Entregar las armas

Juan David Ochoa
10 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

La noticia tiene el tono espectacular y efectista que merece: las Farc, la guerrilla más antigua de Latinoamérica y la más procaz, la más viciada, la más salvaje y estructurada entre los movimientos insurgentes del continente, entregan las armas. Tiene todo el contexto y la relevancia para que sea una novedad ante los medios y el mundo, pero no es estrictamente una novedad, ni una primicia, ni un suceso que merezca el asombro. Este país de plomo y muertos ha visto desfilar cuatro movimientos guerrilleros con causas y contextos distintos, aunque la historia parezca unificada en el mismo viejo discurso del choque entre el comunismo y el modelo tradicional. Epl, Eln, Farc, M-19, movimientos unificados en un nombre, Quintín Lame, y los antiguos nichos desestructurados de las guerrillas liberales que empezaban a dejar ver el tamaño histórico del monstruo con los primeros ataques de las cuadrillas del llano.

Cuando el Estado reaccionó, sus espejos de infamia ya no tenían retorno. Sus mismos vástagos radicalizados en veneno estaban ocultos en la selva manejada a su antojo para morder y hacerse estallar aunque estallaran las causas y se perdieran en la tempestad. Pero la historia es larga y enrevesada, y entre el pesimismo de la opinión, las guerrillas perdidas en el tiempo también se desarmaron. Lo hicieron los 300 campesinos de Guadalupe Salcedo en el 53, cuando Rojas Pinilla abrió los portones de la tradición después de un indulto que beneficiaba, otra vez pero en otra era y otro espacio, a todos los sectores del conflicto: liberales, conservadores y paramilitares.  Después del desfile de la entrega de armas de los rebelados, y del aplauso nacional, y del optimismo por la conciliación definitiva, los mataron a todos. Y ese mismo desfile y esa misma tradición de atraer para firmar y traicionar con disparos fue la misma por otras décadas de otros contextos y otras causas que ya no tenían arquetipos en el tiempo porque la humareda de la pólvora y la montaña de los muertos no dejaban ver. Así, en la misma secuencia de una tradición de traiciones, cayó Pizarro León 30 años después mientras hacía campaña confiando en las firmas del Estado, y todos los nombres del partido que representaba la transición de otro conflicto bajo las órdenes de una masacre estatal tildada con sorna: El Baile Rojo.

No es una novedad la dejación y la entrega de armas de un grupo insurgente en esta historia de conflictos y desarmes, aunque merezca de nuevo un optimismo aun con el peso de una paranoia monumental.

Las Farc, aun entre dilataciones y falacias retóricas, han entregado 2.300 armas, el 30 % de un arsenal que tuvo dueño propio y simbólico por medio siglo. Y el Estado, dueño del mando, de la vigilancia y de la oficialidad de su supremacía, ha reconocido sus errores históricos por enésima vez, y ha jurado de nuevo respetar el lenguaje y el futuro de los desarmados. Del mismo Estado dependerá, una vez más, la fragilidad entre el fracaso incurable y la mínima decencia.

 

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