¿Epidemia de violencia?

Yolanda Ruiz
13 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

Comenzaba a escribir esta columna preguntándome de dónde salía tanto odio que se siente por ahí en el ambiente. Intentaba entender por qué surgen por todas partes la agresividad y la violencia verbal y física. Quería reflexionar sobre ese odio desbordado, esa rabia que tienen muchos a flor de piel. En esas estaba cuando el nombre de Claudia Giovanna Rodríguez se sumó a la larga lista de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas. Y pensé que de nuevo esa violencia desbordada estaba ahí. Una más a pesar del grito de #NiUnaMenos.

El caso repite un patrón perverso: mujer agredida por su pareja, mujer que denuncia la agresión y al final… mujer asesinada. Esta vez muere también el agresor. Me pregunto qué será de la vida del hijo de esa pareja, hijo de la víctima y del asesino. Me pregunto hasta dónde su vida quedará marcada para siempre y si logrará procesar los duelos para que no se le quede en el alma esta violencia que lo dejó huérfano.

Dice Carlos Valdés, el director de Medicina Legal, que Colombia vive una epidemia social de violencia y que la solución no está exclusivamente en el plano judicial. Un planteamiento que vale escuchar con calma y analizar porque él atribuye a esa “epidemia” las agresiones contra niños y mujeres que se multiplican con una velocidad aterradora. Agrega que para atender esta epidemia se deben comprometer todos los sectores, empezando por salud y educación, para entender y atacar los diversos factores que la generan.

Cada tres días hay un feminicidio en Colombia y violan niños todos los días. Lo que nos pone en el escenario de un país en donde los asesinos y violadores son miles y están por todas partes. No se trata, como muchos pudieran creer, de unos monstruos que salen de cavernas o de los lugares más oscuros de las ciudades para agredir a sus víctimas. No, los victimarios pueden estar sentados a su lado en la oficina, en el transporte público, pueden caminan por cualquier calle, comprar en la tienda de la esquina o asistir a cocteles; aparecen como abogados prestigiosos o pueden estar en una reconocida firma como ya lo vimos en el doloroso caso de Yuliana Samboní.

¿Qué hay tras la personalidad del agresor y qué nos hace, como sociedad, generar tantos de ellos? ¿Por qué no hemos podido frenar la producción de violadores y machos matones que se creen con el derecho de decidir cuándo vive y muere una mujer? ¿Cuánto de este desastre viene de una educación machista y agresiva que reproduce estereotipos generación tras generación? ¿Cuánto más es negligencia?

Castigar severamente a quienes agreden es importante; que no haya impunidad es crucial y no permitir que la agresión se convierta en paisaje es parte de la solución, pero solo parte. Lo demás es un proceso de transformación social y cultural en donde comencemos a construir maneras distintas de relacionarnos desde la familia.

Porque si es cierto que tenemos una epidemia social de violencia, que se traduce en que todo lo resolvemos a los golpes, a cuchilladas o a tiros, está claro que las penas altas no bastan para disuadir. Nos movemos en una cultura que estimula la violencia o la justifica. Después de un feminicidio culpamos a la víctima por “dejarse” o por “enamorarse de un asesino” como dijeron algunos en el caso más reciente. El asesinato de una mujer no es culpa de la víctima ni es una telenovela como escuché decir a algunos colegas; tampoco es un crimen pasional. Los feminicidios y la violencia contra los niños constituyen la peor expresión de nuestra degradación social y no son un problema del vecino. De poco servirá firmar la paz con los grupos ilegales si el asesino duerme en la misma cama o en la casa de al lado.

 

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