Escalada en Siria

Juan David Ochoa
15 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

La tensión, que ha escalado su maremágnum de picos medios y altos desde la Primavera Árabe que hizo caer a los dictadores del Medio Oriente como frágiles naipes del desierto, ha llegado a una nueva escalada irreversible: la incursión flagrante y sin diplomacias de los Estados Unidos en un conflicto que ya reúne a las principales potencias del planeta en su espiral de intereses, Dioses, siglos y boicots.

Pero entender el conflicto en Siria no se resume en el epicentro de las revoluciones de la zona que iniciaron en el 2010 con el estallido de Túnez. Siria no tiene el mismo contexto, relativamente similar, de los países que tumbaron a sus sátrapas con los mismos pretextos.  Su vendaval de sangre proviene a presión desde los mismos acuerdos de Sykes-Picot, esa pequeña firma de delimitación de fronteras que definieron azarosa y frívolamente las plenipotenciarias y transcontinentales Francia, Irlanda y el Reino Unido después de la Primera Guerra que oficializó sus predominios en el mundo. Fue desde esos simples dibujos geográficos de repartición, que ignoraban las razas y las tradiciones mientras eran divididas a discreción, cuando Siria inició su conteo regresivo a la implosión que ahora está a pocas milésimas en el tiempo de expulsar sus esquirlas mortales a las últimas fronteras de los viejos promotores de su catástrofe. Ya lo viven ahora con las sutilezas de una inmigración incontrolable que no pueden evadir por simple y llana imposibilidad al contrargumentar sus razones históricas.

Pero son más las razones y las secuencias de la escalada que parece confundirse con la humareda de motivos y protagonistas que alegan su razón desde el mismo desastre. La principal entre las principales es la antiquísima rivalidad fatal entre el sunismo y el chiismo, que justo en Siria tiene la rivalidad invertida contra los países de la región. El chiismo es minoría, pero gobierna con filos de acero desde los 29 años que gobernó Hafez al Asad, quien instauró la bomba ideológica que cultivó los progresos del odio, la columna vertebral de un divisionismo que después se atragantaría con todos los intereses dispersos de la guerra: el Baaz, el movimiento árabe socialista que no contempla la fusión con la ley islámica, y que defiende una independencia feroz que han sostenido con todas las formas de lucha, y es la razón por la que ahora, en medio del desmadre, los rebeldes, aliados con los mismos reductos de Isis y con los kurdos y con todos los sunitas unidos que pescan en el río revuelto de la represión, parecen los ilustres y justos del conflicto.

Y esa es justamente la oscuridad que se contempla en el precipicio de la guerra civil, ahora internacional, en caso de que llegue a un final próximo: sus sucesores, avalados por la militancia de Trump y los aliados europeos que arguyen fines humanistas, no ejercerán el poder con una diplomacia de flores blancas. Instaurarán la ley islámica (sharia), que es la misma bajo la que caen como moscas otras víctimas en otras fronteras no tan publicitarias del Asia menor, y que defienden desde su alianza Irán, Turquía, la criminalidad de Al Nusra y Hezbolá, y Vladimir Putin, el amo supremo que sostiene al régimen con su poderío militar, y que cuenta además con la base naval estratégica de Tartus, el centro de influencia en la región y el soporte del renacimiento geográfico de la gloria de Rusia, por lo que nunca cederá entre todas las presiones diplomáticas para que cambie de opinión, y defina el curso del escalamiento de esta guerra sin fondo.

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