Españas hay demasiadas

Miguel Ángel Bastenier
22 de julio de 2012 - 01:00 a. m.

Este es, probablemente, el peor momento de la historia de España desde la Guerra Civil (1936-39), derruido sobre un descrédito inimaginable de la clase política; de los que siguieron malgastando cuando aún era tiempo de poner remedio, hacia 2008, tanto a la derecha como a la izquierda y de esa extraña cosa que llaman centro.

Ese descontento embriagado de desmoralización se está centrando en un objetivo de lo más ominoso: el Estado de las autonomías, ese invento del presidente Suárez en los años 70, que amenaza con decolorar su papel indudablemente central en la construcción de la España contemporánea.

España tiene un gravísimo problema, que no sólo no va camino de solucionarse, sino todo lo contrario, bajo el signo de la catástrofe económica: no es Francia y en un tiempo creyó que podía serlo. España no es viable como Estado unitario. Así como en Francia la Revolución de 1789 y la acción de la III República durante el siglo XIX fraguaron una nación, en España existen hoy, y cada día más, colectivos irreductibles, llamémosles naciones, nacionalidades o como se prefiera, que no se han integrado, ni mucho menos fundido en una empresa común. Son, como ustedes ya han adivinado, Cataluña y el País Vasco. En cierto modo, puede decirse que España no existe; que son varias y seguramente demasiadas.

El español medio, de lengua materna casi siempre castellana, se horrorizaba esta semana al enterarse, por la aplicación de severísimas medidas de recorte del gasto público, que la televisión valenciana tiene 2.000 empleados. Y así, las 17 autonomías españolas, pero subrayando que las dos regiones-naciones-nacionalidades citadas tienen muchísimos asalariados más. Hace algo más de 30 años, cuando comenzaba a edificarse el Estado autonómico, en un restaurante de Barcelona que entonces estaba de moda entre la gauche divine, la progresía izquierdizante, oí a mis espaldas una conversación que lo dice todo. Dos caballeros de alguna edad conversaban, y el más mayor le decía al otro, por supuesto en catalán: “Parece mentira, toda la vida luchando por Cataluña, y ahora que hay autonomía, no me han dado nada”.

Toda España se lanzó en esos años 80, los que lo habían dado todo por Cataluña, o por el Espíritu Santo, a reclamar una sinecura, y así fue como se infló la nómina de las autonomías —a la que pertenece la televisión valenciana—. Y no se trata de que esos así colocados —lo que en España se llama “enchufados”— no hayan desarrollado un trabajo más o menos presentable. Probablemente sí, aunque sólo sea por aquello de que el órgano crea la función, sino de que el país no podía permitirse ese dispendio. Aquellos polvos trajeron estos lodos.

Y lo más terrible del caso es que por mucho que se critique en la España interior y siempre profunda el despilfarro autonómico, en la península no puede haber democracia sin autonomías: ni Cataluña ni el País Vasco aceptarían con todo el derecho del mundo un sistema de gobierno en el que el centro único de decisiones estuviera fuera de sus respectivas comunidades. Y el descalabro económico lejos de arracimar unas con otras a las autonomías para salir del trance con el esfuerzo de todos, está ejerciendo un poderoso efecto disgregador. No hay cosa más fácil, especialmente en Cataluña, donde gobierna un partido al menos nominalmente separatista —Convergéncia—, que enarbolar orgullosamente la conclusión de que “ellos” lo habrían hecho mejor que el Gobierno de España y que si no fuera por la “incompetencia” y corrupción de los españoles Cataluña y el País Vasco estarían hoy ya camino de la recuperación.

En 1931, a poco de la proclamación de la II República española, Manuel Azaña, un gran intelectual y un gran español, que fue el segundo presidente de la institución, aquel que dijo que la democracia no hace felices a los hombres, pero los hace hombres, formuló un vaticinio bastante menos afortunado sobre el futuro de nuestro país. Eran los momentos en que se discutía el futuro estatuto de autonomía de Cataluña, que finalmente se aprobó en otoño de 1932, y el estadista republicano afirmó que era necesario establecer un sistema autonómico —aunque inicialmente limitado a Cataluña y el País Vasco— para el buen funcionamiento del país, entre otras cosas porque con el tiempo la gobernación regional quedaría relegada “a un asunto de tenientes de alcalde” y las mejores mentes y personalidades de esas comunidades se integrarían al trabajo por España. Pues, bien, salvo excepciones, ha ocurrido todo lo contrario. La autonomía ha estimulado el apetito por más y más autogobierno, con un crecimiento que parece imparable del sentimiento independentista, de nuevo, sobre todo en la región mediterránea, que cuenta con bases materiales e históricas mucho más discernibles que las del País Vasco para aspirar a un destino separado.

Nada de todo esto es para pasado mañana. Pero que nadie crea tampoco en América Latina, con satisfacción o desasosiego según los casos, que la existencia de España esté garantizada, digamos que para todo el siglo XXI, como sí lo está, en cambio, la de Colombia. Y eso es así porque debe gustar tanto eso de ser español que las versiones están siendo demasiadas.

Miguel Ángel Bastenier / * Columnista de El País de España.

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