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Estaniña

Catalina Ruiz-Navarro
02 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

Desde tiempos inmemoriales, las casonas costeñas han estado recorridas por el grito cadencioso con el que la señora de la casa llama a la empleada doméstica, que corre afanada al auxilio de su "ama", para atender tareas varias que van desde traer un vasito con agua a hacerle un masaje en los pies.

La “muchacha”, por supuesto, tiene un nombre, pero la señora de la casa lo olvida con frecuencia o alega que de todas formas es imposible de pronunciar, así que la denomina “Estaniña”. “Estaniña” la ayuda a criar a sus hijos cuando son pequeños, al punto que algunos la sienten más cercana que su madre biológica. Si es una chica joven, sirve para que, con el silencioso visto bueno de su señora, los señoritos adolescentes pierdan su virginidad y el señor de la casa no tenga que estar frecuentando putiaderos ni andar vagabundeando fuera del hogar. A la mañana siguiente de abusar sexualmente de la empleada, los patrones les exigen eficiencia y rapidez para servir el desayuno. “La queremos como si fuera de la familia”, dicen las señoras, “les damos un techo, comida buena” y, en los casos más cínicos, hasta se regodean de su generosidad por haberlas “adoptado desde chiquitas”; una efectiva manera de tenerlas en la casa trabajando gratis desde niñas y de por vida, a cambio de unos beneficios que nunca serán los mismos que le darían a un hijo de verdad.

Este modelo esclavista no es exclusivo de la costa Caribe, se extiende por toda nuestra república poscolonial. Las empleadas domésticas son el telón de fondo, para reafirmar la opulencia de las damas caleñas, inician en su vida sexual a los hijos de matronas paisas y recogen calladitas el desorden de las fiestas de la alta alcurnia bogotana. A las que trabajan para la clase media no les va mucho mejor, no les dan subsidio de transporte (teniendo en cuenta que ganan el mínimo o, incluso, menos) ni salud, ni cesantías y a veces ni siquiera les dan las gracias. Por siglos, las empleadas domésticas han soportado maltratos físicos y psicológicos y pésimas condiciones laborales. Lo más triste de todo es que estos abusos vienen de otras mujeres, solidarias con su clase, pero no con su género, y eso que el trabajo doméstico es uno de los oficios más usuales para la población femenina en Colombia.

En diciembre se reunió por primera vez en Medellín el “Sindicato de muchachas negras”, un grupo de empleadas afro que han decidido organizarse para reclamar que se hagan efectivos sus derechos laborales legítimos reglamentados: salario mínimo legal, seguridad social en salud, pensiones y riesgos profesionales, jornada máxima legal de 8 horas y de 10 horas para trabajadoras internas, descanso semanal, pago de horas extras, pago de horas nocturnas, pago por trabajo en días dominicales y festivos, dotación de tres uniformes al año, vacaciones remuneradas, consignación de cesantías, liquidación a la terminación del contrato, permanencia en el trabajo cuando queda en embarazo y licencia de maternidad y permiso para los casos de calamidad. Este sindicato es un modelo que debe replicarse en todas las regiones y para todas las razas, pues si bien es cierto que las condiciones laborales para las empleadas domésticas han mejorado considerablemente en los últimos 50 años, aún estamos lejos de un sistema verdaderamente justo y más lejos todavía de abandonar la cómoda explotación humana de la que unos pocos han disfrutado durante demasiado tiempo.

Más de 742.000 personas, en su gran mayoría mujeres, trabajaron como empleadas domésticas durante el trimestre julio-septiembre del 2012. Garantizar condiciones laborales dignas para estas personas es dar un paso para derrocar ese ridículo sistema de castas que trunca la movilidad social, explota a los más necesitados y perpetúa la inequidad que da origen a gran parte de la violencia en Colombia.

 

@Catalinapordios

 

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