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Expiaciones para pecados

Hugo Sabogal
30 de enero de 2011 - 06:00 a. m.

Romper ciertas taras a la hora de escoger una botella de vino puede resultar en un mejor disfrute.

Partamos de un principio cardinal: tomamos vino porque nos gusta y porque nos permite compartir momentos memorables con familia y amigos, alegrarnos cuando estamos tristes, exaltarnos en tiempos de felicidad y, por supuesto, resaltar nuestros platos favoritos. Pero nunca dejarán de sorprendernos otros de sus múltiples secretos.

Vale la pena plantear algunas preguntas que siempre flotan en el aire. ¿Puede uno perder el foco al hablar de vinos? ¿Podemos incurrir en una o varias taras que, a la larga, nos impiden alcanzar un mejor disfrute? ¿Estamos asumiendo posiciones que debiéramos revaluar? Examinemos algunos casos:

“Ese vino es muy costoso”. Si pensamos en los márgenes cobrados por la cadena de comercialización de vinos en Colombia, esta es una verdad incuestionable. Cualquier etiqueta vendida aquí es más cara que en Londres o  Nueva York. 

Tampoco voy a hablar de los Grand Crus franceses ni de los exorbitantes Supertoscanos, cuyos compradores son magnates, nobles y monarcas. La idea es centrarnos en la oferta habitual de supermercados, tiendas especializadas y restaurantes.

Muchas veces nos negamos la posibilidad de pedir una mejor botella, porque creemos que de esa forma ahorraremos unos pesos. En la mayoría de los casos, las diferencias son marginales. Pero nuestra típica percepción de valor actúa siempre a favor de los menos costosos, sin mediar ninguna otra consideración. Por ejemplo, dejamos de tomarnos un excelente Pinot Noir para no desviarnos de los económicos y archiconocidos Cabernet Sauvignon o Merlot de nuestro país de origen favorito.

Mi recomendación es darnos el gusto de probar aquellos ejemplares que, sin desbordar nuestro presupuesto, lucen como subidos de precio. Mi propuesta es establecer una base mínima para luego elegir algunas opciones ubicadas unas pocas líneas más arriba. También es pertinente preguntarle al sommelier o al jefe de salón si esos vinos de mayor valor  pueden llegar a causarnos una buena impresión. Si ellos hacen su trabajo,  seguramente encontraremos una buena razón para ahogar los temores.

“Es mi marca favorita”. Es humano arrimarse al árbol que más cobija. Por tal motivo, nos estancamos en una sola bodega y en un solo estilo, y esa posición es difícil de erradicar. Nos aterra explorar. Resulta curioso, porque si algo tiene el vino es, precisamente, su posibilidad de cubrir territorios, explorar variedades poco comunes y transmitir los distintos estilos de quienes los elaboran. Al limitar nuestra curiosidad, nunca enriqueceremos nuestros recuerdos.

“Me gusta el vino, pero no soy experto”. Es hora de comenzar a confiar en nuestros sentidos y en nuestra propia habilidad para elegir lo que nos gusta, sin influencias ajenas. Empecemos a darnos confianza y seguridad. Recordemos que disfrutar el vino es una experiencia individual y ella tiene mayor significado cuando toca nuestras fibras íntimas. Y para ello no necesitamos ser expertos.

“Es un vino muy premiado”. Los premios son una guía, no una verdad revelada. Tanto los trofeos como los altos puntajes son asuntos subjetivos de quienes los otorgan. Es más: ni siquiera hay cohesión entre los mismos críticos. Examinemos el caso de Robert Parker Jr., de Estados Unidos, y Jancis Robinson, de Gran Bretaña. Lo que pondera el primero, suele descalificarlo la segunda, y viceversa. A Parker le encantan los vinos gruesos e intensos, mientras que a Robinson le llaman la atención las expresiones más francas y naturales. Y a nosotros, que tenemos el poder de compra, ¿qué nos gusta? Al final de cuentas, para la bodega, el mejor premio es nuestra plata.  Así, pueden terminar atrapándonos aquellos que se comentan en voz baja, sin ninguna autoridad que los valide.

 

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