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Factor de riesgo, ser mujer

María Elvira Samper
02 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

Colombia no es precisamente un modelo de protección y defensa de los derechos humanos. Pese a que el Estado ha ratificado las convenciones internacionales de DD. HH., y a que en los últimos años el gobierno Santos ha dado pasos importantes en la dirección correcta, entre ellos la creación de la Unidad Nacional de Protección de Víctimas en 2011, como lo reconoce el informe de 2012 de la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, lo cierto es que falta mucho camino por recorrer y que persisten factores críticos que convierten la defensa de los derechos humanos en una actividad peligrosa.

La Defensoría del Pueblo ha registrado en los últimos dos años 1.400 quejas y demandas por amenazas contra defensores de derechos humanos y líderes de víctimas y de restitución tierras, de las cuales el 80% son atribuidas a las llamadas bandas criminales, el 15% a las Farc y el 5% al Eln. El informe de la ONU señala que entre enero y septiembre de 2012 fueron asesinados 37 defensores de DD.HH.; que entre julio y noviembre se registraron 27 asesinatos selectivos de líderes y autoridades de las comunidades indígenas del Cauca; que se presentaron denuncias de funcionarios judiciales por presiones de militares para que procesen a defensores y líderes de derechos humanos. Y en cuanto a las personas cobijadas con medidas de protección, alrededor de 3.500 son defensores de derechos humanos. Una de ellas era Angélica Bello, líder y promotora de la Fundación Nacional Defensora de los Derechos de la Mujer, quien apareció muerta en su casa el pasado 16 de febrero.

Su historia, tal vez como ninguna otra, conjuga el drama de las múltiples violencias producto de un conflicto armado que lleva medio siglo. Hija de la violencia de los años 50, sobreviviente de la campaña de exterminio contra la UP, desplazada varias veces por los paramilitares, víctima de intimidación sistemática, sufrió además el horror del secuestro y la violación de dos de sus hijas. Y de su propia violación. Un intento más para silenciarla que no prosperó. Denunció (el proceso no ha avanzado) y siguió adelante, y murió por su causa, la causa de los desplazados y de las mujeres víctimas de la violencia sexual en el marco del conflicto. Su vida fue un ejemplo de coraje, de valor, de dignidad. Como ella, muchas otras han muerto y muchas otras viven bajo amenaza por el hecho de pertenecer a organizaciones que defienden los derechos humanos, los derechos de los desplazados, de las víctimas del despojo, de las mujeres, y que buscan influir en la agenda pública.

Su muerte (¿suicidio o manos criminales?) es una demostración, otra más, de la vulnerabilidad de los defensores de derechos humanos y de la insuficiencia de los esfuerzos estatales para protegerlos; de la precariedad de los esquemas de seguridad y de los programas de reparación y de atención sicológica y social a las víctimas; de la violencia contra las mujeres usada como arma de guerra, y de que si defender los derechos humanos es una actividad de alto riesgo, ser mujer los multiplica y multiplica las posibilidades de ser víctima. Su última actuación pública fue en la propia Casa de Nariño, donde le pidió al presidente implementar programas de atención sicológica y social a las víctimas de violencia sexual. Que su muerte no sea en vano. Que su historia no se repita.

 

 

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