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Farc: a pedir perdón

Cristina de la Torre
24 de junio de 2013 - 11:00 p. m.

Como una bofetada en pleno rostro debió de sentirlo la opinión: poca autoridad moral y política les cabe a las Farc para presumirse heraldos de una reestructuración democrática del Estado y la economía sin pedir antes perdón por los 12.958 secuestros de colombianos que se les atribuyen, 3.360 de su autoría confirmada.

Tras cinco años de investigación, César Caballero, de Cifras y Conceptos, y Gonzalo Sánchez, de Memoria Histórica, documentaron 39.058 plagios desde 1970, infamia cuyos protagonistas principales fueron las Farc y el Eln. Símbolo estelar de la degradación del conflicto, la población toda se siente interpelada por este crimen, que la hiere directa o tangencialmente. Botón de muestra, los nueve millones de colombianos que el 4 de febrero de 2008 inundaron las calles en protesta por el asesinato de 11 diputados del Valle en poder de esa guerrilla. Que el bien supremo de la paz justifique penas alternativas a la de prisión —como ha sucedido dondequiera que la insurgencia se transformó en movimiento político—, este sacrificio sólo podrá afirmarse sobre la verdad y la reparación a las víctimas. Tendrán las Farc que darles la cara a sus víctimas de secuestro, a los 405 plagiados que encadenan todavía, a las familias de los asesinados, a los mutilados por sus minas antipersonas, a los despojados y desplazados. Si no, sus aires de cambio serán mueca de burla a los colombianos.

Si por el número de casos Colombia se disputa el campeonato mundial del secuestro, la impiedad con que aquí se practica no encuentra paralelo. Diez integrantes de la Fuerza Pública ajustaron 14 años plagiados por las Farc. El sargento José Libio Martínez murió a punto de cumplirlos, a manos de sus captores. Como otros 2.287, que se sepa, murió en cautiverio. Luis Francisco Cuéllar, gobernador del Caquetá, fue secuestrado cinco veces por las Farc, y éstas terminaron por degollarlo. Indiferente a los ruegos del niño Andrés Felipe Pérez para que le permitieran a su padre secuestrado acompañarlo en el lecho de muerte, Manuel Marulanda le negó esta gracia. Falleció de cáncer terminal el muchacho y, a poco, también el padre, cabo Norberto Pérez, por guerrilleros del frente 42 que le dispararon al primer amago de escape. El entonces defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes, calificó el hecho como “una de las más grandes afrentas al derecho internacional humanitario, de frialdad pasmosa, de irracionalidad y de crueldad”.

Atrocidades de una guerra que demanda a gritos verdad, justicia, reparación material y simbólica, vale decir, pedir perdón. Acto que dignifica, abre la puerta de la reconciliación y no da espera. Como sí da espera este prematuro agitar de banderas de cambio que habrán de confrontarse con otras en el posconflicto. Se trata ahora de tender la mano, no el fusil, al pueblo que las Farc dicen representar. Y ganarse, así, el derecho a disputarse el poder desde la arena de la democracia.

La ultraderecha en acción. Por fallos de gestión que el procurador presenta como “gravísimas” faltas disciplinarias para encubrir su desacuerdo con el modelo que privilegia lo público, prepara nuestro Torquemada la destitución de Gustavo Petro. Del hombre que denunció la parapolítica y la más monstruosa defraudación contra Bogotá. Persigue al denunciante y protege, por omisión, a los concejales denunciados. Y a los contratistas que, en virtud de la libre competencia, volverán a devorar las arcas de la ciudad. En acción simultánea con el nieto de Laureano que prepara referendo contra el alcalde progresista, el jovenzuelo incinerador de libros a la manera nazi que aprendiera del caudillo conservador ahora quema a todo el que pueda competirle en su carrera por el poder absoluto.

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