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La fiesta y el incendio

Juan David Ochoa
12 de julio de 2014 - 03:13 a. m.

El evento que Brasil preparaba para aspirar a una inversión rotunda entre el despilfarro de sedes, estadios y reconstrucciones de zonas y viejas edificaciones oxidadas, se les vino en contra y sobre toda la improvisación que pretendía revelar el progreso de una economía pretenciosa, y reveló lo que menos querían revelar entre los brillos efímeros del espectáculo: ciudades todavía sumidas en la vejación y la anarquía, dineros todavía divididos entre la opulencia de los rascacielos de Rio y las favelas ocultas por las tropas enviadas a presión, y para coronar la más inesperada de las vergüenzas, un fútbol (que sirvió de placebo y pretexto para subsistir entre los ánimos de las derrotas alternas) ahora traicionado y destruido por los nuevos afanes de una gloria ficticia.

La sociología, una vez más, vuelve a argumentar en los trasfondos de un deporte que desborda su apariencia dulce de entretenimiento. Las lágrimas que los hinchas dejaban correr sobre sus pómulos ardientes el día de la humillación histórica frente a Alemania, cuando 7 goles demolieron en dos horas lo que la esperanza pretendió fomentar en cuatro años de derroche (la FIFA se lleva el porcentaje mayor de los recaudos) no son producto de la frivolidad, sino de una conciencia acumulada y despertada entre el fragor del show, y no era para menos. La nación que se hizo célebre por su cultura deportiva: hipnótica, intimidante y estética, ahora era, en vivo y en directo y desde el centro de su propia localía, una nación sin fútbol, traidora de su historia, de su orgullo y su estética y sus argumentos. La leyenda suicidada en su propia gramilla y los silbidos provenientes incluso de su propio público, que en el final de la deshonra prefería disfrutar gritando un Ole contra su equipo sin pudor, era el punto climático de una sociedad que decidía traicionar también su propia representación y rebelarse ante su orgullo.

Parece exagerado y pretencioso el juicio de un contexto entero desde un juego de azar y voluntades, pero es justamente ese deporte, metáfora perfecta de la improvisada sobrevivencia de la sociedad entre el mismo azar y las mismas voluntades, que suele representar y explicar los contextos externos. La leyenda cayó con su juego y con sus puentes y paredes endebles en el afán de una mentira impuesta, junto a su débil progreso social que pretendía demostrar lo que un evento mundial no permitiría si fuera insostenible.

Los emperadores de la vieja Roma sostenían el eslogan de una buena elusión de los dramas en pleno derroche: entregarle pan y circo a las masas volátiles del espectáculo para equilibrarles la moral aunque el sustento esencial escaseara. Esta vez el eslogan abrió la puerta prohibida de la propia vergüenza. El anfitrión ha hecho de su fiesta un incendio.


@juandavidochoa1
 

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