Francia y la unidad de Europa

Eduardo Barajas Sandoval
09 de mayo de 2017 - 04:00 a. m.

El antieuropeísmo es más un estado de ánimo que un proyecto político. Sus pregoneros han sido capaces de recoger la inconformidad por el desempleo, la avalancha migratoria y la embestida del terrorismo islámico, pero su propuesta de aislacionismo nacionalista apenas conduciría a desandar el camino ya recorrido en busca de la armonía en un continente varias veces despedazado por la violencia. Los votantes franceses, al elegir a Emmanuel Macron como presidente, han evitado que se cumpla la admonición de Churchill cuando dijo que quien se dedica a enfrentar al pasado con el presente luego se da cuenta de que arruinó el futuro. 

El debate por la presidencia de Francia también lo era por la supervivencia de la Unión Europea. Si en las elecciones del domingo pasado hubiera ganado la candidata del Frente Nacional, no solamente se habrían visto comprometidos valores republicanos, como los que rechazan el racismo y la xenofobia, sino que se habría propiciado la fractura de una de las columnas fundamentales de la Europa comunitaria; la extrema derecha no habría ahorrado tiempo ni esfuerzo por modificar la contribución de Francia a su funcionamiento, y el eventual retiro de ese país habrá sido un golpe de gracia, o mejor de desgracia, para la supervivencia no solo de las instituciones comunes, sino de ese espíritu de amistad política y cooperación económica que ha florecido básicamente al calor de la reconciliación franco-alemana.

A lo largo de la campaña, Marine Le Pen trajo una y otra vez a cuento las supuestas desventajas de la militancia francesa en la causa de la Europa unida. Era la reiteración del discurso revanchista que desde un extremo del espectro político invita al repudio de la Unión Europea, como si fuera la culpable de la indefensión de los gobiernos de una u otra nación frente al desorden de las oleadas migratorias, al terrorismo, y a las dificultades sociales que traen las falencias del sistema económico que la rige, y que implica concesiones de soberanía inaceptables para algunos, que no quieren ver las ventajas de formar parte de un bloque con enorme peso en el conjunto mundial.  

El Frente Nacional quería, abiertamente, agregar su eslabón a una cadena populista que obtuvo éxitos importantes con motivo de la votación favorable al retiro de la Gran Bretaña del pacto de la Unión, y de la elección presidencial en los Estados Unidos. Se trataba de aplicar la misma fórmula de recoger el inconformismo de ciertos sectores sociales sin voceros idóneos en el espectro político tradicional, y ponerlo a jugar en favor de una independencia que, combinada con el cierre de fronteras y la navegación en solitario en el mar de las dificultades económicas y de seguridad, llevaría a buen puerto. Pero, como quedó demostrado en el debate entre los dos finalistas, camino de la segunda vuelta, su candidata presentó en desorden reflexiones que mucha gente hace en medio de su desubicación en el escenario de la vida social y económica, pero se quedó corta a la hora de discutir sobre soluciones viables a los problemas que ella misma denunciaba. 

Desde la esquina del conocimiento de las opciones y limitaciones que puede tener el liderazgo político de la nación francesa, Emmanuel Macron pudo demostrar que no necesariamente la Unión Europea puede ser señalada como la causante de tantos males. Con paciencia y cuidado explicó cómo una Europa unida, con ajustes en su institucionalidad y en su acción colectiva, puede hacer frente de manera más idónea a las amenazas que tanto preocupan a quienes viven decepcionados o muertos del miedo, pero no tienen a la mano mejores soluciones que las del aislamiento y el nacionalismo que ya han dejado huellas fatales, particularmente en ese continente. 

El hecho de que los votantes hayan llevado a Macron al Palacio del Elíseo debe ser entendido no solamente como la escogencia de alguien que le cambie el ánimo a una nación decepcionada con las formaciones políticas tradicionales. Sin perjuicio de incógnitas que solamente se podrán despejar con motivo de las próximas elecciones legislativas, que completarían el cuadro de su verdadero apoyo político, su elección como presidente es un mandato de avance en el compromiso con una Europa unida, capaz de hacer los ajustes que permitan acordar mejores respuestas a problemas comunes, en lugar de jugar a la atomización, que sería la mejor noticia para sus enemigos, sean abiertos o permanezcan encriptados en nuevas formas de acción a través de los laberintos de la tecnología contemporánea. 

Europa debe entender que, con la elección francesa, tiene una nueva oportunidad de supervivencia, que a su vez implica la obligación de analizar las consecuencias sociales negativas de un modelo social que va dejando de lado sectores que merecen ser incorporados a la carrera del progreso. Para ello tiene que descubrir los motivos por los cuales tanta gente vota por los movimientos más impensables dentro del espectro político, que no tendrían cabida en países que se precian de haber sido pioneros del progreso social y del arraigo de valores profundamente democráticos.

La Europa unida, con el nuevo impulso de Francia, debe ahora adelantar un debate sobre sus responsabilidades exteriores. En primer lugar, debe acordar una línea de acción efectiva hacia los países que exportan migrantes, que en buena parte son excolonias o exprotectorados europeos, cuya situación actual denota que allí se dejaron sembradas ilusiones de la superioridad política y económica de las otrora metrópolis, pero no se contribuye adecuadamente para que ahora esos mismos países se beneficien de sus mejores frutos. También debe contribuir a aclarar las acusaciones de interferencia en los procesos electorales de Occidente que han sido hechas al Kremlin, que de ser ciertas harían pensar que se ha perpetuado una inconveniente pugnacidad con Rusia, en la que cada quien parecería hace lo posible por debilitar al otro, a la manera de postre indeseable de la Guerra Fría. Frente a todo eso, la Europa unida no es el problema, sino la solución, para un continente que, dividido, ha demostrado ya, hasta la saciedad, cómo es capaz de destruirse.

 

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