Fuego en el mar

Valentina Coccia
07 de abril de 2017 - 02:00 a. m.

En la isla de Lampedusa, al extremo sur de Italia, abundan las rocas, las montañas, los paisajes pálidos y llenos de heno, los árboles de grandes troncos, todo inundado del cantar de los pájaros, pero sobre todo, abunda la presencia del mar. Las aguas rugen furibundas por toda la costa de la isla, pero a veces el mar se queda quieto como un gran monstruo, que descansando sobre los inmensos linderos de la costa, nos hace oír el ronquido asmático de su respiro.

En el documental Fuego en el mar, ganador del Oso de Oro en el año 2016, Gianfranco Rosi, director italiano, más que mostrarnos la realidad del problema migratorio que se vive actualmente en Europa, quiere generarnos consciencia de nuestra indiferencia hacia ciertas situaciones trágicas, de nuestra impotencia ante muchos casos de desastre, pero sobre todo, a través de la metáfora del mar, Rosi quiere mostrarnos que más allá de las divergencias podemos encontrar un vínculo; un vínculo como ese mar, que si bien nos separa, también se encarga de unirnos de alguna manera extraña.

Ver el documental de Gianfranco Rosi, en un principio, es como ver dos películas diferentes. Por un lado, tenemos las imágenes cruentas de la llegada de los inmigrantes a la isla de Lampedusa, los sonidos inquietantes del radioteléfono, los llamados de auxilio, las mujeres que lloran desesperadas en otras lenguas incomprensibles para nosotros, los  cadáveres y los enfermos que en acumulados sobre los barcos van construyendo cordilleras que se funden en una escalera hacia el cielo. Y el faro, como el ojo de Dios, que da vueltas iluminando un mar vacío, oscuro y negro, sin un alma que quede con vida.

Por otro lado están las imágenes de la vida de Samuele, un niño de 12 años que vive en la isla, y al que más que todo le gusta jugar en el bosque, cazar pajaritos con su mejor amigo, comerse la deliciosa pasta de calamares de su abuela y hablar con su padre sobre su pasado como marinero. Samuele tiene un ojo perezoso, y no le gusta mucho el mar. Le marea andar en barco y le tiene algo de miedo.

Esta trama, que en un principio va en líneas paralelas que no se encuentran, hace de la historia de Samuele el hilo conductor del documental, mostrando la sencillez de la vida de la gente de la isla y sobre todo cómo el pequeño va forjando su individualidad. Contrariamente, los inmigrantes se muestran como una comunidad llena de caras anónimas, de caras numeradas a las que no se les permite contar su historia. Gianfranco Rosi, con esta intervención tan directa, nos muestra que la comunidad de inmigrantes no puede ser protagonista ni siquiera de su propio documental. La relegación y el sufrimiento se convierten progresivamente en una cima de cuerpos dolientes, en un río de llanto que no lleva nombre propio, pero también en una voz de triunfo, que en un momento casi sagrado y religioso del documental se levanta gloriosa para decir: “¡Y fuimos al mar y no morimos!”.

¿Cómo hilar entonces dos historias que son tan diferentes? ¿Cómo hacer que nuestro lenguaje, el de Samuele, que viviendo su vida tranquilamente no muestra más que indiferencia por esa recolección indistinta de cadáveres, se empate con el de ellos, que han sufrido y vienen de lejos? ¿Cómo comprender el llanto de tantas mujeres que lloran en un idioma distinto al nuestro? Gianfranco Rosi nos da la respuesta: buscando la experiencia común. Un día de tormenta Samuele habla con su abuela sobre las bombas de la Segunda Guerra Mundial, y sobre como los pescadores temían morir a la deriva, cayendo en las fauces del monstruo inmenso de las aguas, embravecido por el rojo de las bombas que lo inundaban. Esta experiencia resulta similar a la de los migrantes, que día a día, hora a hora, fallecen de a montones rogando que no se los trague el mar. Conocer el sufrimiento común nos impulsa a la solidaridad, entretejiendo dos líneas paralelas en una única trenza, unida y sólida que conforma un solo camino. Al final, Samuele ya no juega con la cerbatana en el bosque, matando pájaros y minando arbustos, sino que se sienta junto al agua, habituándose al ir y venir del muelle, que como el barco en el que vienen los que llegan de la costa opuesta, lleva impresa la huella del temor.

Es así que más que documentar los sufrimientos y pérdidas que ocurren todos los días en la isla de Lampedusa, más que clasificar y mostrar testimonios del desastre, Rosi hace un llamado a la indiferencia, a la impotencia que a veces sentimos ante esta situación u otra cualquiera de naturaleza similar. El director nos muestra que el camino para comprender a otro que sufre como no hemos sufrido nosotros, que habla un idioma distinto al nuestro, es vernos reflejados en su corazón, pues en los linderos de nuestra común humanidad habrá algo que nos hermana, que de una forma o de otra nos solidariza y nos hace comprender el dolor de un rostro extraño.

@valentinacocci4 

valentinacoccia.elespectador@gmail.com

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar