“Fuerzas oscuras” tras la bomba en Andino

Sergio Ocampo Madrid
26 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Sin querer revivir ese triste y ridículo argumento de que la bomba en el Centro Andino la pusieron las “fuerzas oscuras enemigas de la democracia”, frase que hizo carrera en los años 80 cuando un Estado perplejo y vacilante veía cómo asesinaban candidatos presidenciales, congresistas, militantes, sobre todo de izquierda; sin querer revivir ese argumento falaz, yo sí creo que detrás del bombazo que acabó con la vida de tres mujeres hay una fuerza oscura, solo que en este caso tiene nombre y apellidos.

Obviamente este personaje no puso el petardo; ni siquiera dio la orden; ni siquiera lo maquinó, ni estaba enterado. Mi señalamiento no va por ahí. Él es corresponsable del atentado porque a lo largo de estos diez, once, doce años, pero en especial en los últimos siete, los que lleva este Gobierno, se ha dedicado a generar las condiciones de zozobra, de animadversión, de desconfianza, y particularmente de odio para que la explosión en un centro comercial, en un día y a una hora de máxima afluencia, sea hoy un hecho que lamentar. Y que su autoría bien pueda estar en la extrema izquierda o en la extrema derecha. Las balas pueden venir de cualquier parte en este río revuelto.

Sistemático, compulsivo, mórbido, el expresidente y hoy senador Álvaro Uribe Vélez ha conseguido que este país se vea a sí mismo, desde varios ámbitos y con distintas lecturas, como una nación inviable. Algún día deberá estudiarse a profundidad cómo un solo hombre consiguió en tan corto tiempo y con todos los métodos, los lícitos y los más deplorables, unos resultados tan perversos para una sociedad y al mismo tiempo tan rentables para su proyecto personal hegemónico.

Y deberá estudiarse por qué a través de los años lo siguieron aplaudiendo tantos, lo eximieron a priori de culpa, lo declararon perseguido y héroe, aun con toda la evidencia de que lo suyo estaba sustentado básicamente en mentiras, manipulación, verdades a medias, unas dosis alucinantes de cinismo y en una vendetta, en el más estricto código de honor de la mafia, de no perdonar lo que se considera traición.

Así logró convencer a muchos de que cuando Santos apenas llevaba dos meses en la Presidencia ya era notorio el deterioro en la seguridad. Y lo repetía a pesar de que en ese primer año el Gobierno dio de baja al Mono Jojoy y a Alfonso Cano, este último el golpe más duro asestado a las Farc en toda su historia.

Con el paso de los meses, y cuando se vino la seguidilla de capturas de sus exministros, ex altos funcionarios y hasta de algunos de sus familiares, por corrupción, por cohecho, por concierto para delinquir, y hasta por homicidio, empezó a sembrar una impresionante desconfianza, adentro y afuera, contra el aparato judicial y las altas cortes, hasta el extremo de aconsejar fugas y solicitudes de asilo. Un ex jefe de Estado llamando a desobedecer a toda una rama del poder público. Un supuesto estadista masacrando el Estado de derecho solo por salvar su pellejo.

Desde hace un buen tiempo viene preocupado con la economía, y hace apenas un año aseguró sin sonrojarse, en España, que aquí había un desabastecimiento parecido al de Venezuela y aconsejó a los empresarios no invertir en Colombia. Hace 15 días, en Grecia, aventuró algo muy similar. Un ex jefe de Estado mandando al carajo el país para llevarse el punto y completar su vendetta.

La inesperada coyuntura social y política que abrió el proceso de diálogo en Cuba se prestaba para hacer el gran debate sobre la paz, la justicia, la tierra, la pobreza, la corrupción, la política, el futuro. El tipo de país que deseamos ser. Sin duda había muchos puntos en el acuerdo que merecían ser cuestionados, replanteados, rechazados incluso. Sin duda, hay múltiples críticas que se le deben hacer al Gobierno de Santos en economía, en el desempleo, en la informalidad, en la corrupción, y enormes cuestionamientos a la rama jurisdiccional.

Qué mala fortuna: necesitábamos más oposición que nunca, y el momento histórico exigía un líder para abanderarla. Uno grande en verdad; uno que no estuviera cuidando ante todo su espalda y su megalomanía; uno con sindéresis para saber cuándo hacer pausas, dar tiempos de espera, callar, y cuándo enfilar baterías y subir la voz; uno con escrúpulos y fronteras éticas; uno con argumentos y buenas razones y no con patrañas y eslóganes. Uno que no fuera Álvaro Uribe.

A cambio de eso, él envenenó la sociedad y la política. Nos llenó de odio; nos polarizó de una forma que no conocíamos los menores de 50 en este país. Hace casi 80 años, otro líder parecido inflamó de tal manera los ánimos de los colombianos que aun hoy no se apaga del todo su influjo violento. Y Laureano Gómez sucumbió políticamente y su hijo terminó inmolado.

La hoguera que viene atizando Álvaro Uribe es tan peligrosa que ya da muestras claras de haberse salido de madre y de que vienen cosas más graves que una explosión en un centro comercial repleto de gente. Ojalá no sea la génesis de otra violencia para 80 años más, y ojalá, de verdad, Uribe y su estirpe no terminen víctimas de su propio engendro. No. Más bien, que la historia lo consigne en la magnitud de su infamia.

 

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