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Fuerzas políticas del catolicismo

Cristina de la Torre
25 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

Pedofilia, corrupción, complots palaciegos son apenas el detonador de la crisis; su carga de profundidad, el destape de un conflicto latente entre fuerzas políticas que se baten en el seno de la Iglesia desde hace medio siglo y le atribuyen papeles opuestos al cuerpo de Cristo en la tierra.

Una busca sintonizarlo con el mundo de hoy encarando el problema social; otra lo escamotea huyendo hacia la premodernidad. La fuerza más conservadora, que ha gobernado bajo la mitra de Wojtyla y Ratzinger, acusa crisis de autoridad y de credibilidad, por abandono del rebaño. Acallada su contraparte (la doctrina social de la Iglesia que Juan XXIII depuró en los 60), quedó el pueblo católico librado a la fatalidad de la pobreza, y convertida en delito de lesa divinidad su vida sexual y reproductiva. La renuncia de Benedicto empieza a desembozar este choque de corrientes políticas en la Iglesia, largamente silenciada con guante de hierro y armadura medieval. Dos lecturas del Evangelio, dos teologías que cristalizan en procesos políticos antagónicos.

Por un lado, la Teología de la Liberación desprendida del Concilio Vaticano II accede al poder en Brasil, al lado del Partido de los Trabajadores de Lula da Silva. Del otro, la prepotente imposición de su poder por estos papas y su apasionada protección a sectas de extrema derecha como los Legionarios de Cristo, el Opus Dei y el Lefebvrismo. No ha mucho invitaba Ratzinger a los fieles a organizarse en partidos para hacer política “sin complejos de inferioridad”. Y convocaba el Vaticano a “una nueva generación de políticos dispuestos a combatir en favor de Cristo, contra el mundo y su príncipe diabólico”, el liberalismo. Discípulo amantísimo del lefebvrismo, nuestro Alejandro Ordóñez pinta como líder espiritual del partido que en Colombia se denomina Voto Católico y va por la “reconquista del Occidente descristianizado”.

En su Carta del 84 contra la Teología de la Liberación, atacaba Ratzinger la politización de la fe en clave de lucha de clases. La juzgó intolerable y herética porque negaba la estructura sacramental y jerárquica de la Iglesia y escindía su cuerpo en una vertiente “oficial” enemiga de otra “popular”. Acertaba. El teólogo brasileño Leonardo Boff reconoce orgulloso que aquella teología era interpretación libertaria y revolucionaria del Evangelio y había derivado en fuerza político-social. También en fuerza política convirtió Ratzinger su credo: guerreó a brazo partido contra quienes militaban con el Vaticano II que, vaya paradoja, había promovido él en su hora.

Avanza decidido el proyecto político de la ultraderecha católica. El padre José María Iraburu reivindica representación parlamentaria de los partidos católicos contra la “bestia liberal”: la del aborto, el divorcio, la eutanasia, la educación laicista. Propone resistencia armada contra los gobiernos sin Dios (así fueran elegidos por el pueblo), a la manera de las órdenes militares del medioevo. Su divisa, derrocar el Estado laico y restaurar el confesional. Pero vuelven a sonar las palabras de Juan XXIII: el lujo desenfrenado de unos pocos contrasta insolente con la extrema pobreza de la mayoría, y clama al cielo. Óscar Rodríguez, cardenal de Honduras, rescata sin miedo la doctrina social de la Iglesia: “Tenemos el deber de anunciar la justicia y de denunciar la injusticia”. Cómo pregonar un dios de amor en un mundo plagado de miserables, pregunta. Cambio de tono para redefinir la acción evangelizadora y erradicar la hipocresía del Vaticano. La Iglesia es, de suyo, institución política, pues todos los días se juega el poder. Lo malo es no reconocerlo y perseguir a los contradictores que también hacen política.

 

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