García Márquez y el eterno retorno

Piedad Bonnett
14 de abril de 2017 - 11:09 p. m.

Nadie como García Márquez  ha sabido mostrar la entraña de Colombia, la idiosincrasia de sus gentes y las trágicas paradojas de nuestra historia. Lo que parece increíble es que muchas de las realidades sociales y políticas que aparecen en su obra siguen siendo las mismas hoy. Porque aquí, como descubre Úrsula, alarmada, todo es eterno retorno.

Veamos: en el centro de esa novela encontramos el testimonio de cómo la United Fruit Company, que trajo a Macondo la fiebre del banano, lo único que dejó una vez desmanteló sus instalaciones fue una ciudadela en ruinas y un pueblo que a duras penas sobrevivió a la catástrofe. El saqueo de las riquezas naturales a manos de las empresas extranjeras va a tener posteriormente, en El Otoño del Patriarca, su metáfora suprema, cuando los ingenieros náuticos del embajador Ewing se llevan el Caribe “en piezas numeradas (…) con todo lo que tenía adentro”. Inevitable pensar en estas páginas cuando leemos sobre los estragos causados por las grandes mineras y por la minería ilegal, que buscan carbón, oro y petróleo a cualquier precio, pintando pajaritos de oro —o un rugiente león dorado, según contó en su crónica Alfredo Molano— sobre las dichas del porvenir de los habitantes de territorios que viven apaciblemente de la agricultura, y de pronto ven, aterrados, cómo las exploraciones disminuyen sus aguas, contaminan sus ríos y cambian violentamente el curso de su historia. Para convencerlos de que minería es progreso, y de que “todo lo que no se cultiva surge de la minería”, compañías como la Anglo Gold acuden a estrategias diversas, que no son otra cosa que la versión moderna de aquellas otras, las de los conquistadores españoles, que “nos cambiaban todo lo que teníamos por estos bonetes colorados y estas sartas de vidrio que nos colgábamos en el pescuezo por hacerles gracia (…) y hasta querían cambiar a uno de nosotros por un jubón de terciopelo para mostrarnos en las Europas”.

Los campesinos de Cajamarca o de El Bagre saben que detrás de las compañías mineras viene eso que García Márquez llamó “la hojarasca”, una avalancha de aventureros entre los que se cuentan las putas y ladrones a los que temen los campesinos de Jericó que hablaron con Molano. Y saben también que terminar una guerra no siempre significa acabar con la violencia, pues las fuerzas oscuras permanecen al acecho, atajando a todo el que se atraviese en sus planes, como sucedió con Falver Cerón, líder comunitario que se oponía a un estudio de prospección minera adelantado por el Grupo CI SAS en la parte alta de San Joaquín, Cauca, y que fue asesinado de la misma manera que casi medio centenar de líderes sociales en los últimos 15 meses en Colombia. Y es que tampoco en Cien años de soledad el armisticio significó la paz, pues el odio siguió causando víctimas, entre ellos los 17 hijos del Coronel Aureliano Buendía, “que fueron exterminados uno tras otro en una sola noche”. Y todo eso mientras en la capital los luctuosos abogados y los políticos persistían, sin inmutarse, en su “blablablá histórico”. Que a veces ni siquiera es blablablá, como el domingo 9 de abril, cuando 86 senadores no llegaron mientras las víctimas exponían sus reclamos.

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