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Gremios

Andrés Hoyos
26 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

¿Quién fue la primera persona a la que los periodistas le pidieron su opinión sobre la reforma a las pensiones que propone el ministro Rafael Pardo?

Santiago Montenegro, el presidente de Asofondos. Montenegro es un reputado economista, ha sido profesor universitario y alto funcionario y es un notable columnista de este diario. Su único bemol para llevar la voz cantante sobre la mencionada reforma es que representa los intereses de un poderoso gremio afectado por el articulado y que, por lo mismo, no habla sobre ello a título personal. Ahora bien, además de los gremios empresariales están las centrales obreras, los sindicatos y muchas ONG, que también defienden intereses sectoriales.

El procedimiento de la consulta parcializada se repite en Colombia con endiablada frecuencia, y así la comunidad gremial lanza opiniones determinantes sobre cuanto tema: el comercio internacional, el régimen laboral, la educación, la salud, la minería, la Guerra Contra las Drogas, las conversaciones de paz y un largo etcétera. Más que un pecado en sí, esta preponderancia de lo corporativo en el debate público proviene de que en Colombia los partidos políticos no representan ideologías modernas claras. Se entiende incluso que un periodista busque las opiniones de un director gremial, que al menos son coherentes, no como el mazacote que sale de los cuarteles políticos.

La influencia de esta “sabiduría” corporativa ha conducido a que en Colombia la gestión pública oscile como un yo-yo, y a que las políticas se deformen con facilidad, si es que no nacen ya deformadas, por la presión de lo que en otros países se conoce como el lobby. No digo que sea ilegítimo que los gremios intervengan en los debates que los afectan, sino que el piso de arriba del debate público, el de los intereses generales, está en obra negra.

Miremos apenas un tema crucial afectado por lo anterior: la estructura tributaria. Ésta es defectuosa y poco igualitaria en Colombia porque los gremios empresariales se han opuesto, por ejemplo, a reimplantar la doble tributación. Cierto sí es que la tasa corporativa se podría bajar para dar más dinamismo a las empresas, pero esto a cambio de que quienes viven de los dividendos den mayor participación al Estado en su renta antes de gozar de ella.

Aclaro que aquí peca por omisión otro colectivo: la izquierda, entre cuyas prioridades de los últimos tiempos nunca ha estado defender una estructura tributaria que reduzca la desigualdad. Todavía se les ve por ahí pidiendo reducir los impuestos a la gasolina porque en Estados Unidos, la meca del urbanismo destructivo, es barata. Tampoco entienden la función de un recaudo predial justo en la solución de la cuestión agraria, y uno los oye a voz en cuello oponiéndose a los cobros por valorización, como si las obras públicas salieran de la nada.

Una vieja ilusión, de nuevo en boga entre los regímenes populistas, sugiere que a los capitalistas hay que despojarlos de sus empresas y propiedades, según el ideario decimonónico vigente hasta la caída del Muro de Berlín. En contravía de esta receta para el desastre está la solución socialdemócrata que les permite a los capitalistas gozar de sus inversiones y propiedades a cambio de que cedan una tajada razonable de sus ganancias al Estado, sobre todo cuando se las quieren llevar para su casa. Y, ojo, que si se firma la paz el debate sobre la función redistributiva de los impuestos se va a poner al rojo vivo.

 

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