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Gremios, sindicatos y un libro

Armando Montenegro
16 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

En la Colombia de los años 60 y 70 del siglo pasado era usual que un jefe gremial, de la Andi o de la SAC, por ejemplo, pasara a un ministerio como el de Desarrollo Económico o el de Agricultura.

Y no era mal visto que esos funcionarios se dedicaran a conseguir crédito de fomento, a elevar los aranceles y buscar la protección de sus sectores. Los intereses de los consumidores no estaban en el centro de sus preocupaciones. Nadie hablaba de conflictos de interés.

Años después el presidente Barco, al referirse a estos comportamientos y a otros peores, repetía la frase: “Gobiernos dignos y timoratos, donde hay queso no pongáis gatos”.

El país ha cambiado para bien en estas materias. Ya no se acepta que un jefe gremial pase al Gobierno a conseguirles plata a las empresas de su sector. Numerosas normas tratan de evitar los conflictos de interés, tanto en el ejercicio de los cargos como después de ellos.

Un rezago de épocas ya superadas es la costumbre de nombrar jefes del sindicato de maestros como secretarios de Educación en los municipios y departamentos. Aun cuando algunos líderes de Fecode pueden entender los problemas de la educación, con su paso al Gobierno se genera necesariamente un conflicto. En muchos casos, los intereses de los maestros y los alumnos van en contravía: en las disputas sobre la calidad, la carga de trabajo, el régimen disciplinario, los incentivos para enseñar. Como lo que es bueno para los alumnos no es necesariamente bueno para los maestros, es difícil que ellos pongan a los estudiantes en el centro de sus preocupaciones.

La modernización de la educación pública requiere que los gobernadores y alcaldes escojan como secretarios únicamente a personas cuya prioridad sea la educación y el mejoramiento de la vida de los jóvenes. En el sector de la educación se deberían introducir normas sobre conflictos de interés semejantes a las que se impusieron en otras áreas del Gobierno hace algunos años.

Piedad Bonnett ha escrito un hermoso libro, Lo que no tiene nombre (Alfaguara, 2013), sobre el horror de la esquizofrenia que atormentó y empujó al suicidio a su hijo Daniel. Ella nos cuenta que una de las razones para escribirlo es que “contando esta historia tal vez cuento muchas otras”. La suya es, en realidad, la historia de mucha gente. En Colombia cerca del 1% de la población, alrededor de 500.000 personas, sufre de ese mal. Sus víctimas, siempre jóvenes, y sus familias, otros cientos de miles de personas, en algún momento vivieron la pesadilla del descubrimiento de la enfermedad y la dificultad para entenderla, aceptarla y enfrentarla. A lo largo de los años padecen el horror de las crisis y las recaídas, y gozan de los transitorios retornos a la normalidad (saben que los demonios siempre están por ahí acechando en las mentes de los enfermos); con frecuencia tienen problemas con los médicos, muchas veces desenfocados e indolentes; lidian con las drogas psiquiátricas, sus limitaciones, altos costos y efectos colaterales. Las víctimas sufren con el estigma social y el vacío que dejan los amigos y las novias que se alejan horrorizados. La historia de Piedad Bonnett es, además, el delicado esfuerzo de una madre amorosa que con su obra trata de retratar y retener la memoria de su hijo menor que un día saltó de su vida adolorida en Nueva York.

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