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Guías ciegos

William Ospina
14 de abril de 2014 - 06:39 p. m.

Hace cien años comenzó en Europa la Gran Guerra, la conflagración que después llamaron Primera Guerra Mundial, que duró cuatro años y que dejó deshecho el tejido de la civilización.

Europa, que venía de la belle époque, de una edad de esplendor cultural y de un siglo de avances materiales provistos por la revolución industrial, se despeñó de repente en la locura, y las conquistas de la industrialización se convirtieron en garfios del infierno. Todos los avances de las comunicaciones, el transporte, la ciencia y la tecnología, se aplicaron de pronto en gran escala a la destrucción y a la muerte.

Homero había mostrado muchos siglos atrás que tan difícil es vivir la guerra como volver después a la cotidianidad. Diez años dura la guerra de Troya, y diez años dura Ulises tratando de volver “a su reino y su reina”, a la normalidad de la vida. Más aún, Homero comprendió y mostró que el mayor peligro de ese retorno de los guerreros suele ser que en vez de volver ellos a la paz, traigan la guerra a casa. El desenlace de la Odisea es la aterradora irrupción de la guerra en la vida cotidiana de la isla de Ítaca.

Los mayores talentos de Europa se aplicaron durante los años de la guerra a tratar de tejer de nuevo el tapiz de la civilización destrozada. Obras como En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Ulises de Joyce, El hombre sin atributos de Robert Musil o La Montaña mágica de Thomas Mann, son ese paciente, abnegado, acaso desesperado esfuerzo del alma europea por reencontrarse con el tiempo perdido, con el mundo anterior a la guerra: ese esfuerzo de Ulises por volver a casa, esa reconstrucción espiritual de un mundo desgarrado, esa reinvención en el lenguaje de ciudades y muchedumbres, de las tradiciones, los rituales, las ceremonias sociales, los diálogos filosóficos, la presencia del arte en la vida, la resonancia de las mitologías en la sensibilidad y en la imaginación, los mil caminos de la cultura impregnando la conducta, los “símbolos, cosmos y cosmogonías” que tejen una civilización.

En todos los lenguajes del arte, en la literatura, en la filosofía, en las ciencias sociales, en la música, en esa recreación de los espacios culturales pulverizados por el horror y por la crisis moral, Europa intentaba salvar su alma, pero no bastó ese esfuerzo para impedir que veinte años después el atroz coletazo de aquella catástrofe fuera otra guerra, más inhumana y apocalíptica que la primera.

Sin embargo el esfuerzo no fue en vano, y Europa lleva casi siete décadas salvando el tesoro de esa civilización rescatada, tratando de forjar instituciones, valores, códigos de honor y sistemas de justicia que la protejan del despeñamiento en los abismos de la barbarie.

Ahora, cuando Colombia se asoma a la vaga posibilidad de poner fin a un conflicto de cincuenta años, a un proceso de descomposición social y cultural vasto y prolongado, del que el conflicto armado es apenas una consecuencia, todos nos preguntamos cómo será la paz que estamos buscando, cuál es la normalidad del vivir a la que queremos regresar, o si más bien será necesario construir por primera vez una normalidad que acaso nunca hemos tenido.

Cuáles son las memorias compartidas, las costumbres, las tradiciones, los relatos del origen, los ejercicios de convivencia, las ceremonias del afecto, los rituales de inclusión, los diálogos de regiones y de culturas, las ciencias y las artes de la cotidianidad que debemos invocar en el esfuerzo generoso de construir de nuevo o de alcanzar por fin una normalidad que nos redima de esas violencias, exclusiones y estratificaciones que nos hicieron perder la tranquilidad, la confianza y, a veces, incluso, la esperanza.

El que hayamos podido sobrevivir a la Guerra de los mil días, a la Violencia de los años cuarenta y cincuenta, al conflicto de los últimos cincuenta años, a la degradación totémica, a la pérdida del respeto por la vida, a la crisis de valores, al auge de las delincuencias, de las mafias, de la corrupción, y que incluso hayamos podido vivir ciertos oasis de normalidad, rondas de solidaridad y esfuerzos de creación, demuestra la enorme capacidad de resistencia de nuestra sociedad.

Pero sorprende que quienes nos hablan hoy de paz se limiten a la mera mecánica de los acuerdos entre guerreros, y no parezcan conscientes de la vastedad y la complejidad de los desafíos que supone superar esta crisis de convivencia, una crisis que no se padece sólo en los campos de muerte, sino que irradia su influencia sobre todo el orden social: desde el desamparo de millones de personas, la pérdida del respeto por la palabra empeñada y el auge de la desconfianza, hasta la creciente deshumanización del tejido social que denuncian con alarma editoriales y columnas de opinión: esa omnipresencia del crimen, de la crueldad, de la insensibilidad y de la barbarie, la irresponsabilidad del Estado, la corrupción en la administración, y el escepticismo de los ciudadanos, el desgano con que hoy se mira la política, despojada del aura de respeto que tuvo en otro tiempo y privada de la capacidad de ofrecer soluciones y de convocar a la comunidad.

Quizá es a eso a lo que estamos asistiendo en esta anémica campaña electoral. A la esterilidad de los políticos para convocar a un gran sueño colectivo, a su incapacidad de despertar entusiasmos, no por falta de promesas, que siempre sobran, sino porque todo lo que parecen ofrecer es la repetición de fórmulas probadas y fracasadas, porque no parecen conscientes de la magnitud del desafío que vivimos, de la grandeza del territorio y de la gente que aquí se desperdician día tras día.

 

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