Hacer fila para dejar los fierros

Sergio Otálora Montenegro
17 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Miami. -Los líderes de las Farc se oponen a posar para la foto que muchos quieren ver: una larga fila de guerrilleros entregando sus armas en un rictus mezcla de tristeza, fatalidad e impotencia.

Están las imágenes de los campesinos liberales, liderados por Guadalupe Salcedo, entregando las escopetas de fisto y las carabinas a la autoridad, dando sus nombres, uno a uno, confiando en que habría juego limpio.

Y viene a la memoria el momento en que Carlos Pizarro envolvió su pistola en la bandera nacional y la dejó encima de un arrume de armas largas y cortas que otros de su movimiento ya habían silenciado. Le dijo adiós a la violencia, y la violencia de siempre no le permitió vivir su esperanza de paz.

Hay demasiada tragedia, un presagio muy difícil de evitar, en esa triste ceremonia de la entrega de unos ejércitos derrotados, vencidos en la política, en la guerra o en la trapisonda partidista,  que buscaron, de una manera u otra, una segunda oportunidad en la vida civil.

Lo concreto es que las huestes de Timochenko no llegaron a la paz derrotadas, en medio de los escombros de una guerra perdida sin remedio.  Por eso entiendo que le huyan a un desfile que evoca demasiados malos recuerdos. Se sentaron a dialogar porque, en efecto, fueron debilitadas no sólo por la sofisticada tecnología de la inteligencia estadounidense, por la capacidad de fuego renovada de las Fuerzas Armadas —gracias a los multimillonarios recursos del Plan Colombia—, sino por la misma historia, que no perdona: la lucha armada, como estrategia, llegó a un punto, literalmente, muerto.

La izquierda latinoamericana, en sus variados matices, entró a los palacios de Gobierno por la vía democrática, en medio del desconcierto de las clases dirigentes, que respondieron de diversa manera de acuerdo con qué tan agudo era el conflicto y con qué ímpetus llegaban los nuevos inquilinos del poder “burgués”.

En Venezuela el chavismo borró del mapa político a los dos desprestigiados y corruptos partidos históricos, y se puso a la tarea de recuperar la renta petrolera para pagar la enorme deuda social, pero en medio de un insoluble enfrentamiento de clase adobado con una de las reservas de crudo más grandes del mundo.

En El Salvador la antigua guerrilla del Fmln ha ganado elecciones y tenido las riendas del Gobierno, en medio de terribles índices de violencia producidos por la otra guerra civil que no ha podido resolver: la de la combinación devastadora de pandillas, narcotráfico y pobreza.

Ahora, en Colombia, en esa tierra fracturada por un viejo y larvado conflicto armado, las Farc han entregado el 40 % de sus armas y, supuestamente, harán dejación del otro 60 % el próximo 20 de junio. Y el 1° de septiembre darán las coordenadas de 900 caletas.

Pero las amenazas son múltiples. Vienen de distintos flancos. De las mismas instituciones, de los enemigos enconados de los acuerdos, de la incomprensión, de la tergiversación de la letra de lo firmado entre guerrilla y Gobierno, del prejuicio ideológico, de las agendas ocultas, de la rabia, y de esos ejércitos de asesinos a sueldo, aún con lazos dentro de las estructuras del Estado, que están cobrando la vida de cientos de defensores de derechos humanos, gestores de paz y militantes de la Marcha Patriótica.

Lo más sorprendente es que en la última encuesta de Invamer el 74 % de los encuestados cree que el país va por mal camino, y el 55,4 % piensa que en algún momento Colombia podría parecerse a Venezuela a la sombra del llamado “castrochavismo”.

El gran esfuerzo, la jugada de fondo, es que la letra de lo acordado y firmado entre las Farc y el Gobierno de Juan Manuel Santos pueda de verdad trascender los gobiernos y, sobre todo, la eventualidad de que la extrema derecha guerrerista del Centro Democrático logre una victoria electoral.

Ya se sabe que el exministro Fernando Londoño Hoyos, botafuegos del partido de Uribe, dijo que había que volver flecos los acuerdos de La Habana. Esa es la idea de fondo. Y a esa estrategia la han disfrazado con la frase recurrente de que “quieren la paz pero no la entrega de las instituciones”; con el sambenito de “la paz pero sin impunidad para los criminales”; con la perorata de “paz pero no con narcoterroristas”; con la retahíla de “la paz de Santos es un lavadero de dólares de la narcoguerrilla”.

Es claro: quieren ver a los guerrilleros en fila, en silencio, dejando sus fierros a las órdenes de la ONU, para después acorralarlos y llevarlos a que se pudran en la cárcel, o en una fosa común. Los señores y señoras de la guerra quieren seguir en las mismas de siempre: el poder en muy pocas manos. Es aterrador que su discurso de manipulación, más el fuego cruzado de los neoparamilitares, sigan conquistando el entendible dolor e incluso odio de muchos que, por diversas razones, prefieren perpetuar el plomo, sin alternativa, antes que ver a un exguerrillero en el Congreso o en la Presidencia de la República.  

 

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