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¿Hay enfermedad holandesa?

Salomón Kalmanovitz
17 de febrero de 2013 - 11:00 p. m.

El Ministro de Hacienda, Mauricio Cárdenas, ha negado en repetidas ocasiones que el sector minero-energético esté produciendo lo que en Holanda sucedió en los años setenta del siglo pasado: los hallazgos de gas en el Mar del Norte revaluaron el florín, hasta el punto que las exportaciones de manufacturas y flores cortadas se resintieron.

Los enemigos de la locomotora minera argumentan, por el contrario, que la llegada de capitales y las exportaciones de petróleo, carbón y oro están arruinando la industria y la agricultura.

La evidencia no es clara, porque hay un factor monetario subyacente que está revaluando muchas monedas en el mundo, además de existir términos de intercambio favorables para el país y mucha inversión extranjera que han fortalecido el peso. Se trata de la política de la Reserva Federal de los Estados Unidos que mantiene tipos de interés de 0% y hace expansiones adicionales, adquiriendo bonos del tesoro y papeles hipotecarios. Por contraste, la tasa interbancaria en Colombia es de 3,75% y el Banco de la República no puede estimular demasiado con tasas mucho menores una economía que ha crecido con bastante fuerza en los últimos años.

Otro efecto de la emisión excesiva de dólares es que se genera una inflación de activos, ya sean las acciones y los derivados financieros basados en los precios de las materias primas. Los flujos de capital van hacia donde hay posibilidad de valorización y eso contribuye a que países como Colombia aumenten el ingreso de divisas para adquirir bonos, acciones y otros papeles. Los precios de las materias primas suben más de lo que informan sus fundamentos de oferta y demanda, gracias a la especulación con sus derivados. Cuando Estados Unidos se aproxime a una situación de menor desempleo (un 6,5% de su fuerza de trabajo según la Reserva Federal, frente a un 7,9% en la actualidad), la política monetaria comenzará a normalizarse y esta situación anómala va a cambiar.
Los países mineros que han soportado mejor la revaluación de sus monedas y han seguido propiciando la diversificación de sus exportaciones son aquellos que ahorran en medio de las bonanzas y las invierten bien, aumentando su productividad. Colombia es un mal alumno en estas tareas, pues mantiene un déficit fiscal importante, su déficit con el exterior es cuantioso y desperdicia su inversión pública.

Según la OECD, el déficit en cuenta corriente en 2011 superaba 3% del PIB, pero si se descontaban los términos de intercambio, que mejoraron 70% entre 2003 y 2011, el monto se elevaría a 8% del PIB, lo que sugiere vulnerabilidad. No obstante, el petróleo se mantiene rondando un nivel de US$95 el barril a la fecha. Se sostiene alto también el precio del oro, como resguardo de valor frente a la crisis. La cotización del carbón ha tenido una baja del 50% y se han suspendido inversiones nuevas. Algún deterioro de términos de intercambio ya nos ha ocurrido.

Es obvio que una década de bonanza no ha sido sembrada. Políticas tributarias inequitativas impidieron aumentar la capacidad estatal, que se vio aún más mermada por la enorme corrupción en la contratación de obra pública. La baja productividad y los altos costos de energía y transporte debilitan la industria y la agricultura frente a la competencia externa. No ha sido pues sólo enfermedad holandesa la que nos agobia, sino dolencias asociadas al exceso de liquidez mundial, a la inequidad nacional y al clientelismo político desaforado. 

 

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