Publicidad

Hessel y Chávez

Mauricio García Villegas
08 de marzo de 2013 - 11:00 p. m.

Los últimos días han sido de duelo para la izquierda. La semana pasada murió, a los 95 años de edad, el exlíder de la resistencia francesa, exdiplomático e inspirador del movimiento de los indignados Stephane Hessel.

Más cerca de nosotros, el martes pasado murió, como se sabe, el presidente Hugo Chávez, líder del llamado socialismo del siglo veintiuno.

Decenas de miles de personas (gente pobre en su mayoría) recorrieron las calles de Caracas en una impresionante manifestación de fervor político para despedir al comandante presidente. Y es que el pueblo venezolano tiene buenas razones para lamentar su desaparición. Según cifras de la Cepal, la pobreza en su país pasó de 49% en 1999 a 27% en 2010 y el índice Gini (que mide la desigualdad) cayó al 0,39 (en Colombia es 0,56). Semejante logro es algo que todos los políticos latinoamericanos prometen pero no cumplen. “A mí Chávez me hizo persona”, dijo durante el cortejo fúnebre una señora de 60 años que aprendió a leer y a escribir con el chavismo. Pero Chávez no solo consiguió eso, darles dignidad a los pobres, sino que fue capaz de derribar a la camarilla corrupta y negligente que gobernaba al país desde 1958.

Acabar con una clase política y sacar de la pobreza a la tercera parte de la población (¿qué más parecido a una revolución que eso?) son méritos enormes, que la derecha y los medios de comunicación (sobre todo en Colombia) no deberían subestimar.

Claro, el problema es el costo que Venezuela ha debido pagar para obtener esos logros. Costos económicos, ante todo: la drástica disminución de la pobreza no fue el resultado de un milagro agrícola o industrial, sino el producto de la redistribución de la renta petrolera. Los subsidios desmesurados acentuaron la ya proverbial adicción de los venezolanos al consumo de energía, disminuyeron los incentivos para crear, trabajar y producir; destruyeron el parque industrial e hicieron del Estado un gigante ineficiente. Chávez redujo la pobreza, pero creó una especie de petropopulismo ineficiente y consumista.

Algo parecido le ocurrió al sistema político: aumentó la participación popular, pero ello fue menos el resultado de la profundización democrática que de la movilización caudillista. La corruptela burocrática tradicional fue sustituida por un Estado hecho a la imagen del líder supremo, con un parlamento unicameral y de bolsillo, sin verdaderos órganos de control y con una justicia cooptada por el poder central.

Así, el régimen chavista terminó pareciéndose a sus viejos enemigos. Hoy, como antes, el Estado se encuentra subordinado a los intereses de los políticos, al pago de favores y a la reproducción del corrillo gobernante. Cambiaron las formas del poder, el estilo de gobierno y los beneficiarios de la renta petrolera, pero los hilos del poder siguen girando alrededor de los subsidios y de las clientelas. El petróleo y la cultura política han hecho que el socialismo de principios del siglo XXI y el capitalismo de mediados del siglo XX no sean tan opuestos como se dice.

Por eso, hoy más que nunca son importantes las advertencias de Arturo Uslar Pietri (uno de los grandes intelectuales venezolanos) sobre los peligros del petróleo: “¿hasta cuándo podrá durar este festín?; hasta que dure el auge de la explotación petrolera”; hasta que aprendamos, decía, a sembrar petróleo.

Todo esto me lleva a pensar que una revolución durable requiere de algo más que de esa justa indignación que predicaba Stephane Hessel y que, en América Latina, ese algo más sólo se logrará cuando la izquierda caudillista deje de imitar a la derecha en su manera de gobernar y se tome en serio las instituciones. Solo así los logros sociales dejarán de ser un simple episodio pasajero.

 

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar