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Heterodoxias pacifistas (I)

Francisco Gutiérrez Sanín
22 de noviembre de 2012 - 11:00 p. m.

Hay varias ideas fijas que han venido acompañando al proceso de paz que acaba de comenzar, y que convendría ir deconstruyendo para permitir que surjan las dinámicas gana-gana características de las conversaciones exitosas.

Una de ellas es la de que en la mesa estarán en juego dos modelos de desarrollo, el neoliberal y el bolivariano.

Estos son apenas dos marbetes para posiciones que pueden adquirir el grado de complejidad y elaboración que uno quiera. Representan diferencias muy reales y tangibles, que se pueden visualizar fácilmente. No es posible negar que optar por un modelo u otro tiene grandes consecuencias para el futuro del país y de cada uno de nosotros. Sí se puede proponer, en cambio, aunque suene un poco blasfemo, que todo ese debate podría resultar irrelevante para las conversaciones en curso.

Me explico. En principio, hay muchas clases de capitalismo que pueden resultar exitosas, en términos de crecimiento, avance social, innovación, etc. (hay al respecto ya una rica literatura). También en el mundo en desarrollo ha habido diferentes tipos de modelos que se han apuntado diversos éxitos. No hay que mirar muy lejos para entenderlo. Entre los países que están creciendo en América Latina nos topamos con políticas y orientaciones diversas: Bolivia y Perú, o Brasil y Chile. En el cementerio de los fracasos abyectos nos encontramos también con una saludable diversidad: coexisten allí grandes apuestas neoliberales y de desarrollo hacia adentro. Sin embargo, todas las variedades razonablemente exitosas de capitalismo necesitan de algunos prerrequisitos básicos para poder salir adelante. Uno de ellos es la eliminación o radical limitación del acceso a rentas por medio del uso de la fuerza y de las conexiones políticas y de la imposición de relaciones laborales con un alto componente coercitivo.

La presencia de tal tipo de prácticas es prominente en la actualidad en el campo colombiano. Los efectos son devastadores. Los derechos de propiedad son especificados a partir de la combinación del uso sistemático de la violencia, las conexiones políticas, y el acceso privilegiado a determinadas palancas de decisión, lo que está detrás de las masivas dinámicas de despojo que se han vivido en los últimos lustros. Esto a su vez genera impactos en términos de enormes costos de transacción (desviación de recursos productivos) y altos niveles de criminalización. Más aún, la impotencia regulatoria del Estado y las bajísimas tasas de impuestos hacen que la tierra se convierta en un bien estratégico en términos militares y logísticos —literalmente, en una caleta de armas y gente—, generando fuertes incentivos para que especialistas en la violencia quieran convertirse en terratenientes, o para que éstos quieran asociarse con ejércitos privados. Lo cual envenena de manera brutal los conflictos sociales, aumentando la probabilidad de que sean tratados desde el principio a través de la pura fuerza. El círculo vicioso que se observa sobre todo, pero no únicamente, en el campo colombiano es un terrible peso muerto para nuestra sociedad y nuestro aparato productivo.

Diseñar las políticas y reformas necesarias para sobreponerse a tales trampas es un prerrequisito para cualquier modelo de capitalismo al que le queramos apostar una vez salgamos del conflicto. Por eso, buena parte de los procesos de paz que observamos en las últimas tres décadas estuvieron marcados por la siguiente paradoja: estaban asociados a aperturas económicas pero se proponían permitir la entrada al sistema a guerrillas que en principio se oponían al modelo neoliberal. El problema de éste, el modelo, es lógica y operacionalmente posterior a las conversaciones: y se resuelve por medio del debate público y los votos (como lo ha sugerido don Evo Morales). Si hay la capacidad de concentrarse en el problema central, podrían empezar a aparecer áreas de intersección constructivas en el complejo camino hacia la paz.

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