Hirschman, conflicto y democracia

Rodrigo Uprimny
05 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

Tienen razón Francisco Gutiérrez y Posada Carbó en sus últimas columnas en destacar la notable obra de Albert Hirschman, el heterodoxo economista recientemente fallecido y que conoció muy bien Colombia.

Hace años me familiaricé con algunos de sus textos por la oportuna recomendación de mi buen amigo Miguel Fadul. Pero no me considero experto en la obra de Hirschman y por ello no pretendo presentar globalmente su pensamiento. Prefiero concentrarme en su análisis de la relación entre democracia y conflicto, que me parece relevante para Colombia. Su visión, resumida en un corto pero valioso artículo que publicó a mediados de los noventa (Los conflictos sociales como pilares de la sociedad democrática de mercado), desarrolla dos tesis:

Primera, frente a una visión pesimista de los conflictos, Hirschman sostiene que la integración social en la democracia se logra no suprimiendo el conflicto sino experimentándolo, pues los lazos comunitarios se refuerzan cuando las personas, luego de confrontarse, terminan construyendo un orden cohesivo, al constatar que el conflicto puede ser regulado, sin tener que traducirse en guerras o violencias. Ese “milagro democrático” permite que el conflicto, que podría ser un elemento de desagregación comunitaria, se convierta en el cemento de la democracia.

Segunda, frente a una visión ingenuamente optimista sobre el papel integrador de los conflictos, Hirschman sostiene que hay tipos de conflictos que son factores de disgregación y destrucción del orden democrático.

Una obvia pregunta surge: ¿cuáles conflictos refuerzan los vínculos democráticos y cuáles generan riesgos para la democracia? La respuesta de Hirschman, que ha sido criticada por otros autores como Helmuth Dubiel, sigue siendo sugestiva: los conflictos identitarios, como los étnicos o religiosos, suelen ser factores de disgregación social y su tratamiento democrático es más difícil, pues suelen ser “indivisibles”, ya que usualmente la victoria de una parte implica la derrota total de la otra. Por el contrario, los conflictos socioeconómicos sobre el reparto de la riqueza potencialmente fortalecen la democracia, pues permiten compromisos entre las partes enfrentadas, ya que son “divisibles”: es posible llegar a un acuerdo sobre la distribución del objeto en disputa.

Un aspecto de la tragedia colombiana ha sido nuestra tendencia a transformar los conflictos “divisibles”, que podrían ser resueltos pacíficamente y reforzarían nuestros vínculos democráticos, en oposiciones identitarias “indivisibles” y fundamentalistas, que terminaron en violencias y guerras. El ejemplo más dramático es el problema agrario, que es un conflicto “divisible”, pues bien podría llegarse a compromisos sobre reparto de la tierra y sobre estrategias de desarrollo rural. Pero la descalificación por la élite rural de los campesinos que lucharon por la tierra y la reforma agraria como agentes del comunismo y enemigos de la democracia transformaron el problema agrario en nuestro conflicto armado, aparentemente “indivisible”.

La relevancia de Hirschman para Colombia sigue siendo indudable.

 

 

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