Humana, demasiado humana

Piedad Bonnett
19 de octubre de 2014 - 04:00 a. m.

SI UN EXTRANJERO ME PREGUNtara por la calidad de vida que tenemos en Bogotá, ¿qué podría decirle, teniendo en cuenta que no pienso, como otros, que este es “el mejor vividero del mundo”?

Le hablaría de nuestros bellos cerros, de la arborización y de nuestras bibliotecas, entre muchas otras cosas. E incluiría La Candelaria, si no fuera porque considero que dan pena su suciedad y sus paredes pintarrajeadas por vándalos.

Otras cosas resultan, sin embargo, muy difíciles de explicar, incluso para los bogotanos mismos. Por ejemplo, que una obra pública pueda durar haciéndose dos y tres años, y que cuando parece que ya acabaron vuelva a empezar, como en el caso de la calle 94.

O que durante cinco o seis administraciones, y a pesar de que pagamos impuestos, los huecos de la ciudad se han convertido en cráteres, haciendo que el tráfico, ya de por sí atroz, prácticamente colapse. ¿Y cómo explicar que ahora el borde de los huecos esté pintado de amarillo, verde o blanco, no se sabe si por bromistas insubordinados que salen de madrugada a “intervenirlos” artísticamente, o por una administración que, como no puede taparlos, los hace visibles para que no nos caigamos en ellos?

Si configuráramos un juicioso panorama de conjunto, es posible que terminemos por concluir que estamos en un desesperante círculo vicioso. Para que el ciudadano desista del automóvil —cuya proliferación es consecuencia, en buena parte, de la medida de Pico y Placa— habría que ofrecerle un buen servicio público, pero ya sabemos que en Transmilenio, como en nuestras cárceles, se apiñan ocho personas por metro cuadrado, sujetas a maltrato, robo y abuso. Otra opción, para unos cuantos, es el taxi, pero estos son cada vez más escasos, y no sólo a las horas pico. Si usted decide irse de rumba un viernes, por ejemplo, y se piensa tomar unos tragos y por tanto sabe que no debe manejar, prepárese para el drama de no encontrar en qué irse.

Y además, desafortunadamente, cuando el carro se toma en la calle los pasajeros desconfían del taxista y este de los pasajeros: ya ha habido 10 taxistas asesinados en lo que va del año. Y si el bogotano se decide por su carro, no puede descartar que lo afecte la modalidad de robo que está de moda: el pedradón en el panorámico que permite que los cacos introduzcan medio cuerpo en busca de la cartera o el portátil. (Las autoridades, tan atinadas, acaban de poner reductores de seguridad en un único punto de la Circunvalar, que los necesitaría en muchos otros: donde termina la Perseverancia, un lugar de atracos frecuentes por todos conocido).

Y como peatón, recuerde lo que acaba de decir la Policía: que en Colombia, ya en agosto, habían robado a 18.494 personas, y que los robos van a crecer en un 15% en el resto del año. Como si estuvieran haciendo pronósticos en la bolsa.

Cuando, además de todos sus padecimientos, el ciudadano no se siente seguro a la hora de caminar por su barrio, de cruzar un puente, de sacar el celular en la calle o de montarse a un bus o un taxi, peligra la salud mental colectiva. Esto es lo que habría que explicarle a un extranjero que pregunte cómo es vivir aquí. Eso sí, muertos de vergüenza. 

 

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