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Innovación y sombra

Ana María Cano Posada
08 de marzo de 2013 - 09:37 a. m.

LA ELECCIÓN DE MEDELLÍN COMO la ciudad más innovadora es el bálsamo que sus resistentes habitantes y gobernantes recursivos necesitan para exorcizar el estigma de ser la denominación de origen del producto Pablo Escobar, del cartel y los paramilitares que en secuencia han salido de aquí.

No es serio lamentarse de ese título de innovadora que reune varios remedios que la ciudad se auto aplicó ante la peste de terror y abominación de plata y plomo que ha padecido. El transporte masivo ordenado, el acceso a barrios antes alcanzados por bandas y sicarios en moto; las bibliotecas donde niños y viejos pueden ver que otros mundos son posibles. El museo Explora que contrapone la curiosidad al ímpetu exterminador. Las Empresas Públicas que generan ahorro para invertirlo en educación y en paliar la miseria en la que viven centenares de miles de medellinenses. Las empresas antioqueñas que en conjunto producen rentabilidad y respeto por los demás. Las universidades que se reúnen para pensar y desentrañar lo que nos pasó, lo que nos pasa y lo que nos pasaría si conjuramos alguna vez la hoguera del conflicto que encendieron en los años 70, excluidos de las oportunidades que quisieron tomar venganza por mano propia y exportar cuanta droga quisiera meterse el mundo desarrollado en su hastío.

Nació en Medellín tras la noche oscura, un movimiento ciudadano independiente que alcanzó a elegir dos alcaldes y un gobernador para contraponer ética e inteligencia a la brutalidad y la corrupción imperantes en clientelismos enquistados.

No quedó un solo pedazo de sociedad en Medellín que no se viera estremecido por crímenes y amenazas durante los años 80 y 90, que todo removieron y desajustaron de aquel pueblito antes conservador y rezandero, que se desmadró como si se le hubiera abierto la compuerta oculta.

Y ahora en medio del festejo, de los abrazos y las felicitaciones que llegan por la elección de la innovación como un nuevo sobrenombre de la ciudad que antes se llamaba Pablo o Cartel, algunas voces advierten que esto no escamotea el acorralamiento que padecen miles de habitantes en sus barrios: donde las armas se han quintuplicado, la extorsión se ha hecho común y no es sólo a trasportadores y tenderos sino a cada puerta; donde las balas cruzan todas las horas; donde los niños caen muertos o reclutados como blanco central de una crueldad de odio destilado que da tajada en el aire de esta topografía hermosa que sigue enrarecida, empeorada.

Existe una batalla desproporcionada entre los muchachos desarmados que construyen esperanzas de cambiar el modelo imperante trabajando con su gente, pero que se han convertido en insoportable confrontación muda para los levantados en armas con sus fronteras imaginarias, que matan por ver caer todo brote de ilusión.
Y, valiente, señala el arzobispo de Medellín Ricardo Tobón, que no logramos aclimatar la convivencia. Y hace preguntas cuya respuesta implícita es tenebrosa: “¿Por qué si alguien denuncia a personas vinculadas con la violencia, éstas lo saben inmediatamente, exigen razones y toman represalias? Y ¿por qué la violencia se ha organizado como una verdadera y omnipresente empresa, con su gerencia bien localizada que al fin de cuentas todo el mundo acepta y respeta?”.
Esto señala directo hacia el gobierno que tendría que tener la rienda de las fuerzas armadas legales locales. ¿Sus armas se usan contra los ciudadanos y la palabra connivencia está aquí instalada, a pesar de la innovación?

Aprender la convivencia y restablecer la confianza en el Estado son asignaturas pendientes de la ciudad innovadora. Inaplazables las dos

 

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