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¿Involución?

Francisco Gutiérrez Sanín
17 de septiembre de 2010 - 04:30 a. m.

ALGO RARO ESTÁ PASANDO EN FRANcia. Enumero, sin respetar el orden cronológico, tres síntomas de ello que han tenido lugar en los últimos días.

La racista y errática política de deportación de gitanos —adelantada en el contexto de un agresivo discurso antiinmigrantes— llegó a tal extremo que la comisionada europea para la Justicia, Viviane Reding, declaró que era “una desgracia” y se declaró “horrorizada” por ella. En efecto, no se trata de una futesa. Piénsese en lo que sugieren las deportaciones masivas en la historia europea. El gobierno francés empeoró la cosa con una cadena de pequeñas astucias —dando seguridades de que no se había trazado objetivos étnicos, cuando una circular policial atestaba lo contrario— que lo dejaron en ridículo. Segundo, el parlamento declaró la interdicción del velo integral (es decir, el cubrimiento total, no parcial, de la cara, por parte de las mujeres). El argumento oficial, muy francés, es que “hay que vivir la república a cara descubierta”. La oposición y los musulmanes dicen que se trata de una estigmatización contra un grupo religioso. Por supuesto, en este caso —contrariamente al de los gitanos— existe un debate genuino a favor de ambas posiciones, la que apuesta por la laicidad radical y la que se inclina por el multiculturalismo. Sin embargo, uno esperaría que en una democracia madura el gobierno se las arreglara para comprometer a la mayor cantidad posible de agentes políticos en una decisión tan delicada (los musulmanes ya son una importante realidad demográfica y cultural en Francia). Esto fue precisamente lo que NO sucedió y la ley se aprobó en el Senado sin la presencia de los socialistas. Tercero, el periódico Le Monde denunció una investigación en regla de las autoridades para identificar a una fuente con que ese órgano contaba en el Ministerio de Justicia. Una vez más, podría haber aquí un margen de ambigüedad. En efecto, parece que la ley francesa autoriza que estas cosas se hagan cuando la “seguridad nacional” está de por medio. Pese a que dicho término es tan generoso y tiene la capacidad de encubrir tantas cosas, el oficialismo no ha podido mostrar de manera convincente que en este caso no está defendiendo su propio pellejo, sino el de los habitantes del hexágono (como llaman a su propio país, tan característicamente, los franceses).

La reacción instintiva del pequeño bellaco frente a esta clase de cosas es redescubrir, feliz, que “en todas partes se cuecen habas”. Si la patria de los derechos humanos está deslizándose hacia las agresiones étnicas y a los Estados Unidos les están saliendo unos falsos positivos en Afganistán que al parecer no tienen nada que envidiarles a los nuestros, ¿con qué autoridad nos van a reclamar? ¿No tenemos derecho de seguir participando también en la fiesta, esto es, de desplazar, matar y desmembrar como lo hacen hasta los de buena familia? Para un país como el nuestro, que tiene una endémica y nefasta tradición de violación de derechos humanos, la lección debería ser precisamente la contraria. Después de la Segunda Guerra Mundial —y como resultado de experiencias de pesadilla— la humanidad ha ido conquistando lenta, trabajosamente, unos avances fundamentales. La actual coyuntura francesa, junto con otros muchos signos que se han ido acumulando en los últimos años, nos muestra elocuentemente que esos avances nunca se pueden tomar como dados. Hasta en las condiciones aparentemente más favorables es posible una involución.

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