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¿Irán a cambiar?

Eduardo Barajas Sandoval
17 de junio de 2013 - 11:00 p. m.

Los regímenes que pretenden controlarlo todo, por lo general no engendran por su propia cuenta mutaciones de importancia. Las variaciones de orientación política de los sistemas de monopolio del poder, bajo reglas que limitan la competencia abierta, suelen ser muy leves.

Las ilusiones derivadas del cambio de una de las piezas deberían ser modestas, porque el resto del engranaje seguirá obrando conforme a sus propias reglas y para defender sus intereses. 

La elección de un nuevo presidente iraní ha causado una oleada de optimismo en medios políticos ilusionados con la eventual llegada de un gobernante que mejore el flujo de las relaciones con un régimen al que muchos han llegado a proscribir porque lo consideran la antítesis de los anhelos de la civilización europea. Semejante optimismo tal vez tenga por objeto hacer de paso un llamado a una nueva etapa, que aspiran se caracterice por una menor polarización, de manera tal que se desactive uno de los principales elementos de distensión en el cercano Oriente. Pero no puede ir fácilmente más allá. 

Para apreciar la significación de la elección de Hassan Rouhani en las elecciones del viernes 14 de junio, es indispensable tener en cuenta que la escogencia de un presidente presenta en Irán origen, trámite y connotaciones muy diferentes de las que puede tener en cualquier elección en el mundo occidental.  En primer lugar el Presidente de la República no es la máxima autoridad en el país y no es titular de ciertos poderes trascendentales, que están en manos del Líder Supremo, ubicado por encima de él en la jerarquía institucional. En segundo lugar, para no extendernos, solamente puede ser elegible en la medida que haya recibido como candidato la aprobación del Consejo de Guardianes, integrado por doce juristas, la mitad elegidos por el Líder Supremo y la otra por la Asamblea de los Majlis, esto es el Parlamento. De manera que a la luz de estas prescripciones difícilmente se puede pensar que una nueva fuerza, de índole distinta de la que ha gobernado desde el triunfo de la revolución islámica, haya llegado al poder.

La llegada de Rouhani puede significar, eso sí, como es natural, un cierto cambio de tendencia y de equipo en la conducción de los asuntos propios del Presidente, pero mal podría apartarse de las líneas fundamentales de la revolución, cosa que jamás propuso y que no formó parte del debate electoral. De manera que es presumible que los electores le hayan conferido la mayoría suficiente para llegar al cargo sobre la base de consideraciones relacionadas con la vida cotidiana del país, y no necesariamente a partir de ideas de cambio en ciertos temas, internos o internacionales, que son los que más preocupan en el exterior. 

En estos términos, y sin perjuicio de que su moderación se refleje de alguna manera en el tono del ejercicio de sus funciones, no hay porqué esperar que el nuevo presidente vaya a cambiar en asuntos fundamentales como el propósito fundacional de la República, que es la expansión del Islam y la acción contra las influencias occidentales, temas ambos que miden en un régimen teocrático la eficiencia de quien ocupe el cargo. Tampoco es presumible que llegue a modificar radicalmente el programa de uso de la energía nuclear, porque se trata de un proyecto nacional de amplio espectro y cualquier cambio profundo en la materia debe ser al interior del establecimiento iraní un tema cuyo manejo requiere de procedimientos políticos y administrativos de alta complejidad.  

Si se tiene en cuenta que, por razón de sus limitaciones institucionales, lo mismo que de las obligaciones políticas de quien sea el presidente, tampoco estará en sus manos cambiar la posición de Irán respecto del conflicto interno en Siria, y mucho menos en cuanto al reconocimiento de Israel, es muy posible que las ilusiones occidentales de cambio a raíz del resultado electoral lleven a la conclusión de que las cosas en Irán no irán a cambiar. 

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