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Jesús Antonio Guzmán, el maestro

William Ospina
22 de marzo de 2015 - 02:00 a. m.

No deja de ser sorprendente que en un país donde cada quien tiende a defender sólo sus intereses, alguien escoja ser maestro: el camino de la generosidad, una carrera que no promete a nadie ni riqueza ni reconocimiento, y que ni siquiera tiene asegurada la gratitud de sus beneficiarios.

En Colombia se rinden pocos homenajes, y a quienes menos se brindan es a los educadores. Pero si alguien ha salvado al país son ellos, en condiciones adversas, con presupuestos mínimos, entregados a una labor abnegada, siempre menos valorados que los políticos y los guerreros, pero cada noche preparando el día que viene, cada año pensando en el siguiente, transmitiendo lo que ha aprendido la humanidad y esforzándose porque las nuevas generaciones sean también creadoras de conocimiento.

Jesús Antonio Guzmán, el señor Guzmán, como lo llamamos siempre, representa ese conjunto de valores que le permitieron a esta sociedad sobrevivir mucho tiempo: la responsabilidad, el sentido de comunidad, el interés por el porvenir, el afán de transmitir la herencia de la civilización.

Una obsesión de la literatura y el arte en Colombia es el tema de la casa perdida. Desde niños oímos: “Ya no vive nadie en ella, y a la orilla del camino silenciosa está la casa”. Colombia es un país de desplazados, de desterrados, un país de despojo y de olvido. ¿Cómo no rendir homenaje a alguien que dedicó su vida a la construcción de una casa que fuera el hogar de generaciones de jóvenes, una casa de conocimiento y convivencia, destinada a compartir todo lo que tiene sentido para la comunidad?

Muchas grandes hazañas de nuestro país tienen protagonistas secretos, que no reclaman publicidad; artífices como este maestro, que por pura vocación dedicó su vida a lograr que Fresno, en el norte del Tolima, tuviera un centro educativo digno de su historia.

En un país que cada cierto tiempo sucumbe a la barbarie, era navegar contra la corriente, pero él lo logró. Si hemos visto caer la vieja arquitectura de la zona cafetera, si hemos visto desaparecer instituciones y morir tantas costumbres, son en cambio muy contados los ejemplos de empresas generosas, de trabajos hechos en beneficio de la comunidad sin vanidad y sin estruendo.

Yo soy beneficiario de ese esfuerzo. A comienzos de 1965 llegamos de Cali, con mi familia, de uno de los cíclicos desplazamientos a que nos obligaba la violencia política. Yo era apenas uno de los bulliciosos muchachitos que llegaban a iniciar su bachillerato, y él era ya ese varón serio y firme que nos hacía sus alocuciones al comenzar la semana. Nosotros veníamos a poner en duda el mundo: él sabía responder por lo establecido.

Creí que acababa de aparecer en nuestra vida, pero después supe que era de tiempo atrás amigo de mis padres. El señor Guzmán encarnaba la seriedad, cuando había seriedad en el mundo, la responsabilidad, una autoridad con la que yo, más de una vez, como buen adolescente, estuve en conflicto.

Mi relación con el colegio era difícil: las clases siempre comenzaban antes de que yo acabara de despertar, muchas veces vi la gran puerta cerrarse antes de que pudiera cruzarla, y siempre volví a casa con un fardo de culpas, las tareas que al final no alcanzaría a hacer, por andar pensando en las lunas de Júpiter. Pero lo importante es que en aquellos tiempos alguien encarnaba el orden, el centro de gravedad de nuestra vida. El rector, el señor Guzmán, asumía esas tareas con convicción y con profunda responsabilidad.

Hay seres cuya presencia llena el espacio, cuyo espíritu se funde con el sueño que han realizado. Él le dio forma a esa institución; y en un pueblo cambiante, en una edad violenta, supo trazarle un rumbo generoso al tiempo y un sentido a la vida.

Nombrarlo es nombrar una época. Era la línea firme y vertical que nos permitía jugar con el espacio, la tradición que nos permitía experimentar, inventar, incluso levantarnos contra la tradición. Yo le agradezco al misterio del mundo poder estar ahora, tantos años después, expresándole mi gratitud.

En sus tiempos, por ese colegio fluía el mundo. Habíamos ido allí a buscar la historia, el lenguaje, los rudimentos de la filosofía, las perplejidades de la psicología, la ciencia inalcanzable de los números, el álgebra, “palacio de precisos cristales” como la llamó un poeta, y de pronto, como un viento poderoso e inesperado, pasaron los años sesenta, que educaban tanto como las escuelas: el despertar de la juventud planetaria, la invasión a Checoslovaquia, las canciones de los Beatles, que olían a hierba y a incienso oriental.

Y mientras veíamos pasar los wadis, los ríos que no llegan al mar, y perseguíamos los cardúmenes, y examinábamos el abdomen de las abejas en el patio lleno de Leonardo Favio y de Javier Solís, aparecieron las proclamas de Camilo Torres, la voz de Piero cansada de la tarde, la cercana explosión del boom latinoamericano, y vimos sin entenderlo cómo lo personal se fundía con lo colectivo.

La muerte de Martin Luther King y la llegada a la Luna se mezclaban con esos primeros amores que siempre amenazan con ser los últimos: los ojos de Alba Luz, los labios de Marlén, la voz de Lila. Y las primeras flores de nieve neoyorquina de las cartas de Gonzalo Jaramillo cayeron sobre las flores de fuego que iba abriendo el sodio en el agua, y el viento de pinares de Arizona que nos trajo Colleen Crone a Julián Santamaría y a mí, se llevó de pronto la adolescencia.

Era la edad de las grandes tormentas. Y yo recordaré siempre que Jesús Antonio Guzmán allá, arriba, entre rayos y tempestades, mantenía el cielo en su sitio, mientras a nosotros se nos desbarataba entre las manos nuestro improvisado cielo de cada día.

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