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Justicia en el cielo

Felipe Restrepo Pombo
22 de abril de 2010 - 05:28 a. m.

EN APENAS CINCO AÑOS, BENEDICTO XVI pasó de acusador a acusado.

La campaña que están promoviendo Christopher Hitchens y Richard Dawkins, para que sea arrestado y juzgado por encubrimiento en el Reino Unido, es un ingenioso ajuste de cuentas. Porque aunque no tiene fundamento legal, al menos plantea un esbozo de justicia: que el Papa se enfrente a las leyes humanas. Esas que, durante tanto tiempo, ha despreciado.

Hace tres días, en un inesperado cambio de rumbo, Benedicto XVI dijo en Malta que los sacerdotes sospechosos serían entregados a la justicia secular y juzgados por las leyes civiles. Pero quienes conocen su trayectoria dudan de sus intenciones: quizá sólo fue una jugada non sancta para calmar el fuego que amenaza con consumir los templos católicos. 

Cuando fue elegido para remplazar a Juan Pablo II, el cardenal Ratzinger no era el favorito. A algunos de los jerarcas católicos les molestaba su fanatismo y no compartían sus ideas conservadoras. Ese aparente defecto, sin embargo, fue el que le dio el triunfo: los demás cardenales lo escogieron porque era quien mejor conocía los vicios de la Iglesia y porque parecía el indicado para combatirlos. Su mano dura prometía una nueva etapa de reparación.

Pero los cardenales no contaban con la particular interpretación de justicia del inquisidor Papa alemán. Una idea que quedó al descubierto, por enésima vez, en la carta que les envió a los católicos irlandeses hace ya varias  semanas. En su respuesta Benedicto XVI se limitó a repetir algunas vaguedades exasperantes sobre el perdón. Y no sólo eso: puso a la Iglesia en posición de víctima y dejó entrever que no estaba enterado de los abusos. Lo que, ya está demostrado, es una mentira. 

En 2001, por ejemplo, él mismo firmó un documento secreto en el que les pedía a sus colegas que no hicieran públicas las denuncias que enfrentaban y que dejaran las investigaciones en manos de las autoridades eclesiásticas. Ratzinger les ordenaba —con esa misma jerga que ha utilizado la Iglesia por siglos para amedrentar a sus fieles— que guardaran un “silencio eterno”. Y ha actuado así antes: cuando escondió la conducta aberrante del sacerdote mexicano Marcial Maciel —el fundador de los Legionarios de Cristo, quien tenía hijos ilegítimos y luego se acostaba con ellos—; cuando protegió al reverendo Peter Hulleman en Essen; o cuando encubrió las acusaciones contra su propio hermano, a quien le gustaba divertirse con los muchachitos de un coro en Berlín. Se ha opuesto sistemáticamente a que los sacerdotes respondan: los cubre, en su retorcida lógica, un manto divino, que a mí me suena a impunidad.

Con la ferocidad de un pastor alemán, el Papa mantiene una política que va en contravía con lo que ocurre en el mundo. Se sigue oponiendo al uso del condón, a las investigaciones genéticas, al reconocimiento de las relaciones afectivas entre personas del mismo sexo y se ha distanciado de las otras religiones. Ni siquiera está dispuesto a reconocer que la institución que dirige necesita varios ajustes: en especial la abolición del celibato.

La propuesta de Hitchens y Dawkins no tendrá éxito, pues al Papa lo protege su posición de jefe de Estado del Vaticano. Pero advierte sobre el riesgo de que Benedicto XVI utilice su condición de líder espiritual para convertirse en otro de esos tiranos que abusan de su poder en nombre de Dios.

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