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Kubrick

Juan David Ochoa
15 de marzo de 2014 - 04:00 a. m.

15 años atrás, a los 71 años, moría el neurótico que dedicó su vida y obra a desafiar los cánones dictatoriales de la Warner Bros y los mandatos de Hollywood.

Políticamente incorrecto para el moralismo enfermo y radical de su país malquerido, obsesionado y cínico al encostrarle a la cultura de sus coterráneos su podredumbre deslumbrante, se distanció siempre de la posibilidad de recibir el galardón que la academia entrega después de discurrir en las calificaciones de un concurso extraño.

Como suele suceder en los eventos de premiación que tienen en sus antesalas los rumores del lobby, Kubrick nunca fue reconocido por lo que demostraba ser en cada hito psicorrígido: el mejor director de Norteamérica. Sus arranques de sinceridad al reiterar con gracia el desprecio por su gentilicio en entrevistas o discursos, las escenas burlescas de Full Metal Jacket, representando una cultura que podía combinar extrañamente la idea pacífica del hippismo y la carnicería justificada en el Vietnam, lo condenaron. Pero la historia lo absolvió, aunque sus obras cada vez más pretenciosas en lo estructural, lo ideológico y lo estético, espantaban en sus  estrenos a un público amañado a los viejos lineamientos de la industria. 

El estreno en Nueva York de 2001: A Space Odissey, reveló el enfrentamiento entre la violenta revolución cinematográfica y unos críticos ultramontanos que empezaban a abandonar la sala cuando los diálogos no aparecían después de los minutos extendidos, y los silencios se iban prolongando en las imágenes de los primeros homínidos del tiempo, y de repente explotaba la música de Strauss junto a los giros de un hueso en el vacío sin explicaciones rigurosas. No parecía justificado o racional que el futurismo se representara en la secuencia de un simbolismo intenso, abierto a la especulación y a las innumerables posibilidades del hombre y sus destinos.

A todas luces, era un ferviente revolucionario de la técnica y un humanista confeso en su manía incontenible de enfrentar al hombre con eventos que terminaban transmutándolo en una ambigüedad mayor o en el abatimiento. Lo hizo desde su ópera prima The Killing, y en sus siguientes experimentos inclinados a un estilo avasallante hasta su etapa crucial: la etapa de la gloria en que llegó la escandalosa y vetada The Orange Clockwork, y la íntima y dramática Barry Lyndon, y la cátedra de estilo y estética  The Shining, hasta la última de sus 13 hitos, Eyes Wide Shut, que vio la luz en las salas cuando no podía verla con el juicio del espectador porque ya había muerto de repente en Harpended,  por un infarto fulminante, entre bocetos y guiones de un proyecto demencial que pretendía recrear las últimas horas de Napoleón en Waterloo sin que llegara a publicarse jamás por un intenso perfeccionismo siempre prolongado.

@Juandavidochoa1

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