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La amnesia de Rangel

Juan David Ochoa
09 de agosto de 2013 - 11:00 p. m.

Las Farc son el reducto denigrado de un viejo poder, sí. Un grupúsculo desesperado que en las sombras de la manigua, segregados ya por los conceptos progresivos del siglo, y abandonados por las fuerzas del comunismo implosionado, recurrieron al terror y a los métodos pérfidos de la sobrevivencia.

Sus cabecillas resultan pintorescos cuando salen a la luz y pronuncian sus informes con el tono ampuloso de los viejos discursos, y rayan también en el ridículo al exigir lo que su mismo desespero les incita en la mediática franja del proceso. Resultan fastidiosos, sí. El pajarraco estentóreo de Santich no se comporta, y entona cancioncitas hirientes cada vez que le preguntan si pedirán perdón ante las víctimas. La holandesa con ínfulas de Che se pavonea ante las cámaras, envanecida, y recita siempre en los documentales y entrevistas el discurso acartonado y mamerto retenido en las lecciones de la selva. Todo hace parte del espectáculo de ese reencuentro visible de las fuerzas del odio. 

Las Farc están ahora en el estatus político a pesar de su sadismo, porque el estado entendió que no se extingue a tiros un fenómeno con medio siglo de insistencia, aunque sus métodos hayan quebrado los límites, y aunque las víctimas se nieguen a aceptarlo por motivos obvios.

Pero entre todo el escándalo resuena la alharaca de Alfredo Rangel. Entre su cólera afirma que el proceso de paz es una farsa, y que a las Farc no se le pueden admitir sus posiciones, ni sus propuestas, ni sus críticas, porque son ellos los históricos causantes del conflicto, y porque fueron ellos quienes primero atacaron, sin razón, la inocente estructura del estado. Rangel tiene amnesia. O es víctima de un caso crónico de Alzheimer, o supone que todos sus lectores se reducen a un rebaño de ineptos.

Desde mucho antes de las décadas que son ahora recordadas con el rótulo de la violencia, el estado se ufanaba de su propia impunidad cuando callaba con ráfagas las manifestaciones de Santa Marta en 1928 contra la Unit Fruit Company, donde murieron masacrados cientos de trabajadores bajo el fuego del ejército. La democracia policiaca reprimía todo indicio de discurso social que oliera por sospecha a  la apestosa incursión del comunismo. Fue entonces cuando apareció sobre la solidez de los conservadores el pirómano Laureano y su ejército de curas pistoleros a cortarles la garganta y a extenderles la lengua sobre el pecho a los “ateos”, a los liberales, a los progresistas. Fue el estado el que prendió la hoguera del terror y persiguió ensañado la existencia de la disidencia sin recesos, sin diplomacia. Los chulavitas entraban tumbando las puertas, prendiendo los techos, defenestrando de sus propios dominios a las mentes del estorbo, inaugurando la tragedia que hasta hoy insiste y le perturba la consciencia a los amnésicos; el desplazamiento. 

Mariano Ospina Pérez continuó después el arribismo, y los reductos de los perseguidos optaron por crear en el recurso del miedo las primeras tropas de defensa cuando vieron caer acribillado a Jorge Eliecer Gaitán, el caudillo sin reemplazo. Era el principio de las futuras guerrillas que terminaron lentamente convirtiéndose en el mismo terror del establecimiento. Las mismas que después de la putrefacción y la demencia intentan firmar con su gestor el cese de esta historia enferma. 

No diga mentiras señor Rangel; no sea insensato.

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