La Antioquia ofendida

Mauricio García Villegas
22 de julio de 2017 - 02:00 a. m.

En Antioquia es común ver a los viejos añorar tiempos pasados, cuando la palabra empeñada era sagrada y la gente era franca y honorable. Mi padre era uno de esos viejos y expresaba ese lamento diciendo que ya la gente no se hacía merecedora del “don”, como antes.

Hay sin duda algo de mito en esa añoranza, no solo porque en esos tiempos la mentira también tenía su parte, sino porque era una sociedad distinta, con muchos iletrados y pocas leyes, en donde la palabra era la base de los negocios. Pero también hay algo de cierto en ese mito: la gente confiaba en los otros más de lo que confía hoy. Casi siempre lo que se prometía se cumplía y lo que se decía era cierto. Más aún, la Antioquia pujante y trabajadora de hoy no podría funcionar si no existiera todavía una buena dosis de confianza, honestidad y fidelidad a la palabra.

Digo todo esto pensando en las calumnias del expresidente Uribe Vélez contra Daniel Samper O. Como ha sido repetido muchas veces en los últimos días, esto no es una novedad: para el expresidente la calumnia y la mentira son y han sido armas políticas de uso sistemático y recurrente contra sus opositores.

Pero lo que me interesa de este episodio no es tanto la calumnia en sí como las razones que la motivaron. Entre ellas, según Uribe, está el hecho de que Daniel Samper Ospina irrespetó, con su sátira mordaz, a Antioquia.

¿A cuál Antioquia se refiere el senador? ¿A la de los abuelos que cumplían lo que prometían y decían la verdad?, ¿o a la Antioquia honesta y trabajadora de hoy, que confía y cree en el valor de la palabra? A ninguna de las dos. La Antioquia que añora Uribe obedece a otra tradición, dogmática, y atravesada (muy ligada al poder de la tierra), que desde mediados del siglo pasado ha hostigado a los que piensan distinto. El fundamentalismo religioso, tan arraigado en esta región, ha tenido mucho que ver con esa degradación del contradictor. La cultura mafiosa, que ha permeado una buena parte de la sociedad antioqueña, también ha contribuido a justificar esa especie de combinación de todos los medios de lucha contra los opositores. La mafia es tal vez el lugar de la sociedad en donde mejor sobrevive esa vieja práctica de la palabra empeñada que añoran los viejos de hoy. Pero con una diferencia fundamental: esa lealtad no se ejerce con respecto a todos los ciudadanos, sino tan solo con los miembros del grupo. Para los demás, los extraños, los indiferentes y sobre todo los contradictores, todo se vale, desde la mentira hasta el exterminio.

El uribismo no es ni una secta fundamentalista ni un grupo mafioso. Pero ha recibido, como tantos otros ámbitos de la vida social antioqueña, la herencia de esas dos subculturas. Por eso es un colectivo cerrado, comandado por un líder al que se le sigue como se sigue a un profeta, o a un patrón, y que ve a sus contradictores como enemigos contra los cuales se justifica todo, o casi todo. Un grupo convencido de que su sentido moral y su responsabilidad legal no sobrepasan las fronteras de su propia organización.

Desafortunadamente el uribismo ha inculcado su propia deshonestidad intelectual en algunos de sus opositores, que lo imitan para defenderse, a lo cual se suma que también hay otros, en el extremo político opuesto, que siempre se han comportado como los uribistas.

Es pues esa Antioquia intransigente y sin escrúpulos (extendida hoy por una buena parte del país) la que Uribe considera ofendida con las sátiras de Samper Ospina. No es la Antioquia noble y franca que añoraban los abuelos (la que yo conocí cuando era niño) y que todavía palpita en el alma de la mayoría de los habitantes de este departamento.

 

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