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La aristocracia cultural de Vargas Llosa

César Rodríguez Garavito
28 de enero de 2013 - 11:00 p. m.

Tras el merecido Nobel, Vargas Llosa se ha tornado embajador de la nostalgia. Así se le oyó en el Hay Festival, al repetir su lamento por la extinción de los intelectuales y la trivialización de la cultura, que había lanzado en La civilización del espectáculo.

Polemista eterno, el peruano ha agitado el tipo de debate intelectual cuya muerte anuncia. Lo cual es síntoma de las contradicciones de su diagnóstico y de los desatinos de su pronóstico.

Lo primero que deplora es la decadente influencia de los intelectuales y sus Ideas (así, con i mayúscula). “Hoy, las ideas parecen no ser el motor de los cambios… Los descubrimientos y avances tecnológicos se consideran el motor del progreso y de la vida cultural”, le dijo a El Tiempo. Y las ideas son desplazadas por millones de ideítas, opiniones y anécdotas, esparcidas sin concierto alguno por televisión, trinos, blogs y otros medios digitales.

Desprovistas de oráculos orientadores, las sociedades de masas abrazan la cultura del espectáculo. En este punto el lamento del escritor alcanza su nota moralista más estridente: el talante de las sociedades contemporáneas es el de la “frivolidad”, que consiste en “tener una tabla de valores invertida o desequilibrada en la que la forma importa más que el contenido”, como dijo en La civilización del espectáculo.

Lo cual nos lleva al pronóstico ominoso. Todo esto tendría “un efecto muy nocivo para la supervivencia del sistema democrático y sus instituciones”, que el Nobel ha defendido valerosamente medio siglo.

El problema es que, como en tantos otros ensayos de Vargas Llosa, la elocuencia le lleva una larga distancia a la precisión empírica y la agudeza sociológica. Para comenzar, las sociedades de la alta cultura que celebra —la de la filosofía y la literatura occidentales, la de la ópera y los debates académicos en La Sorbona y Oxford— existieron sólo en algunos sectores de un puñado de países del primer mundo, y en los nuestros sólo en diminutas élites. Es la sociedad de los cafés parisinos de los cincuenta, donde a Vargas Llosa se le abrió el mundo de la literatura. Las mismas sociedades “bien ordenadas” que mayo de 1968 puso a tambalear, y que la globalización y las tecnologías digitales masivas han puesto en jaque.

El resultado de semejante desorden luce muy distinto del que preferirían los defensores del “buen gusto” como Vargas Llosa, quien no ha ocultado su desdén por la “cultura chicha” peruana. Son las culturas del “remix”, en la que músicos, lectores, estudiantes, blogueros, tuiteros, periodistas, activistas y millones de ciudadanos mezclan contenidos y géneros, con resultados de todo tipo.

Al hacerlo, escapan del control de los intermediarios profesionales: los intelectuales de oficio, las editoriales y disqueras convencionales, los periódicos tradicionales. De ahí la resistencia de todos estos, expresada en el lamento de Vargas Llosa. Como lo dijo el escritor mexicano Jorge Volpi, se trata de una nostalgia aristocrática, en el mejor sentido del término: la añoranza de “los buenos tiempos en que una élite —justa e ilustrada— conducía nuestras elecciones”.

Aquí está la contradicción entre la pulsión aristocrática y la aspiración democrática del Nobel. Como quedó claro desde la Primavera Árabe, si hay algo que teman los autócratas del mundo, es la capacidad de los ciudadanos de saltarse los filtros e intermediarios para crear y organizarse directamente.

Es curioso: Vargas Llosa, el demoledor crítico del colectivismo en La utopía arcaica, ha construido otra, que limita las libertades que defiende: la de una sociedad ordenada a la usanza del siglo XIX, donde la frontera entre la alta cultura y la cultura popular era celosamente guardada, y las ideas y opiniones eran dominio de unos pocos.

 

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