La belleza del dolor

Beatriz Vanegas Athías
28 de febrero de 2017 - 04:40 a. m.

Ernesto Sábato habla, para referirse al arte, de dos tipos de belleza: la Belleza por la belleza misma y la Belleza del dolor. Traigo a cuento a Sábato, porque entre estas dos opciones estéticas navegan las dos más bellas películas de la temporada, de acuerdo a los criterios de la Academia de Hollywood. Hablo del ensueño y el color en que nos sume La La Land y el desgarrado dolor que se apodera del espectador cuando vive Moonlight, escena a escena.

Es cierto que la narrativa de la noche de entrega de los premios Oscar estaba contextualizada y antecedida por el reclamo ante la exclusión en las nominaciones, que en 2016 sufrieron los actores afroamericanos. Sumado a esto, el ascenso al poder de Donald Trump quien no se ha andado con eufemismos para entronizar un discurso segregador, racista, xenófobo, en una clara evidencia del fracaso del modelo de vida americano.

Así que desde el inicio, las pullas contra el presidente fueron directas y reiterativas. La noche presagiaba, pues, la puesta en escena de una resistencia del séptimo arte, manifiesta en la valoración de todo lo que Trump desprecia y ataca. Y así fue. Pese a este contexto sociopolítico, Moonlight es una cinta que supo nombrar la condición humana con total belleza. Tres asuntos tan persistentes en el actuar humano: el dolor, el matoneo y el desafecto fueron narrados con la pureza de un buen poema fílmico. Igual que tres asuntos presentes en el actuar humano: la lucha por los sueños, la emancipación femenina y el amor respetuoso fueron narrados con total belleza por La La Land.

Pero ganó la belleza del dolor. Y aquí debo decir que veo cine como quien lee poemas o cuentos. Cuando leo a Chejov, Virginia Woolf o a Miguel Torga o a Meira Delmar, por citar cuatro ejemplos pertinentes, siento que no son ellos los que están escribiendo, sino que una vez abierta la página, es la vida misma la que pasa ante mí. Y los personajes de Chejov, de Woolf, de Torga y de Meira no son de papel, cobran vida a tal punto que en determinado momento del día, me sorprendo preocupada por su suerte, como si se tratara de un problema familiar que debo resolver con urgencia. A ese involucrarse la vida en la creación literaria de manera tan rotunda pero sutil, creo que responde el hallazgo de la poesía, no como género escrito en verso, sino como presencia que convoca a la belleza y a la veracidad fantástica.

La poesía entonces ocurre como la vida misma, es decir, se le cree con igual intensidad a un hecho que ve como a uno que lee, aunque la ficción esté presente. Eso me sucedió con la historia del niño afroamericano Chiron, quien descubre su homosexualidad a punta del matoneo que vivía en todos los ámbitos que habitaba: en su escuela, en la calle, en casa de su drogadicta madre; y en el colmo del desamparo, también en el descubrimiento de que su único protector era quien le vendía los narcóticos a la madre.

Hay cinco escenas de Moonlight como imágenes poéticas que se filtran ahora que escribo: la mano de Chiron sobre la arena, frente al mar, en la noche cuando Kevin le brinda la única caricia que recibe en su vida; el grito desenfrenado de la madre enrostrando al hijo su homosexualidad; la frase del escuálido adolescente Chiron, la única que dijo más que su silencio eterno: “He llorado tanto que estoy a punto de convertirme en lágrimas”; el momento en que descubre que su protector puede ser también su verdugo y la consoladora caricia del final con que se cierra este poema que configura el dolor, para intentar conjurarlo.

 

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