La contracultura derechista

Carlos Granés
17 de marzo de 2017 - 02:00 a. m.

Un fenómeno curioso empieza a verse cada vez con más frecuencia. Digo curioso y no nuevo, porque desde las épocas en que Rimbaud y Verlaine, con sus pelajes largos y sus vestimentas sucias, desafiaban las costumbres burguesas de siglo XIX, el escándalo y la provocación han sido ingredientes decisivos en muchas propuestas artísticas y disputas culturales. Ahí están los primeros vanguardistas, expertos en todo tipo de triquiñuelas antisistema. Y Dalí, maestro incuestionable en llamar la atención sobre sí mismo y su obra. Y Vargas Vila, iracundo panfletario de soflama cursi e irrebatible narcisismo. Y los yippies, que designaron a un cerdo como candidato presidencial en las elecciones norteamericanas de 1968. Y los punks, con sus esvásticas y maquillajes gatunos. Y Femen, empuñando sus tetas ante las cámaras de medio mundo.

Los mensajes contraculturales se han popularizado siempre entre el bullicio y la agitación. Todo lo que remueve las aguas y altera el natural devenir de las cosas genera noticia. A veces con fascinación, otras con horror, los medios se vuelcan sobre estos episodios que, por su estridencia o bizarría, sacuden la rutina. Ésa es la definición de noticia: algo inesperado que no encaja con el curso normal de los acontecimientos. No debe extrañar, por eso, que todos estos aspavientos radicales acaben en los noticieros y periódicos.

Lo curioso es que estas estrategias de provocación, que solían ser monopolio de la izquierda, empiezan a ponerse de moda entre la derecha extrema. Ahí está el gris y anodino europarlamentario griego Janusz Korwin-Mikke, de quien jamás habríamos oído hablar de no ser por sus saludos nazis en la Eurocámara y las bestialidades que profiere contra las mujeres. Y ahí está la asociación católica HazteOir, de dudoso origen ultraderechista, que ha conseguido sumar a sus filas 50.000 nuevos españoles después de formar un tremendo escándalo con un mensaje tránsfobo adherido a la carrocería de un bus. Y ahí está Milo Yiannopoulos, nueva musa periodística de la era Trump, a quien hasta hace poco invitaban asociaciones conservadoras de universidades estadounidenses para que desplegara sus dotes de concursante de reality show, es decir, no cortarse un pelo y soltar extravagancias misóginas, homófobas y racistas.

Esta mudanza de papeles es una prueba de que las sociedades occidentales han cambiado. Quienes antes tenían que escandalizar para hacerse oír ya no lo necesitan porque han accedido a los museos, a las universidades, a los parlamentos y a los medios de comunicación. Ganaron la guerra cultural contra la rigidez moral, pero a cambio dejaron el campo de la exaltación y de la incorrección política a la ultraderecha. No es gratuito que varios partidos políticos europeos xenófobos lleven la palabra “libertad” en su nombre. El triunfo cultural de la izquierda legitimó la libertad sexual y la libertad de conciencia, censurando al mismo tiempo las manifestaciones de desprecio hacia el diferente: justo el flanco por el que están atacando estos partidos. Ahora su discurso, desterrado del debate público y de las instituciones, vuelve a la carga con lemas contraculturales en contra del poder y del statu quo. Debe evitarse la tentación de enfrentar estas tácticas con la censura. Sólo la indiferencia les mojará la pólvora.

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