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La deconstrucción del Reino Unido

Oscar Guardiola-Rivera
10 de septiembre de 2014 - 01:00 a. m.

En menos de diez días, el espectro que hoy aterra a Europa habrá conjurado la historia del continente.

El espanto no está en el Kremlin ni proviene del fanático Oriente. Viene de la ilustrada Escocia. Apenas ahora los medios y las élites despiertan al hecho de que la próxima semana los escoceses podrían decidir dar por terminada su unión forzada con el resto del Reino entonces desunido.

¿Por qué apenas ahora? He regresado cada año a Escocia desde los noventa. En cada ocasión tuve la oportunidad de escuchar a políticos, pensadores y audiencias debatir el destino de una comunidad que, tras el ascenso de Margaret Thatcher, resentía el ser gobernada desde Londres por una élite que ellos no habían elegido y cuya visión no compartían. Al menos desde el año pasado, sabido ya que el referendo por la independencia tendría lugar, era evidente que el apoyo por el sí estaba bien asentado.

Si la evidencia era visible, ¿por qué escapó a la percepción de la élite? El statu quo británico —al que han contribuido ciertos escoceses— obedece a lo que el historiador W. Appleman Williams llama “una ética y psicología imperial”.

Se refiere, en un contexto relativo, a la manera en que el constante intervencionismo bélico de la política exterior —que opone al “nosotros” civilizado el otro atávico— está ligado íntimamente a una ética que exagera el valor y merecimiento propios hasta la arrogancia. El espanto de la élite británica y europea está ligado a una mentalidad tal, fundada en la idea de que uno tiene derecho a más de lo que necesita, determinada por la inconmensurable diferencia de poder entre nosotros y el otro.

Muestra de ello es la queja de un notable sociólogo inglés, para quien el triunfo del sí significaría la victoria de las “fuerzas atávicas y oscuras del nacionalismo y la etnicidad sobre la ilustración”. O la más brutal del reaccionario historiador escocés Niall Ferguson, para quien es impensable que sus compatriotas opten por convertirse en “la Bielorrusia de Europa”.

Argumentar por la unidad británica no es menos nacionalista. Restar iniciativa racional a los escoceses tratándolos como una provincia perdida de Europa es arrogante. Tal comparación evoca las afirmaciones racistas de la época de los clearances —el desplazamiento forzado de miles de escoceses en el siglo XIX, premonitorio del carácter predatorio del capitalismo rapaz—.

La ilustración, ese proyecto progresista que nuestros liberales eurocéntricos reclaman hoy para sí, tuvo su momento cumbre precisamente en Escocia. Cualquiera sea el resultado del referendo, obligará a que Europa se mire al espejo y descubra su propia otredad. Será un momento de ilustración para Gran Bretaña y España, izquierdas y derechas, para reflexionar acerca de la quiebra del statu quo. Lo será para todos.

 

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