La democratización del terrorismo

Arlene B. Tickner
23 de agosto de 2017 - 11:38 a. m.

En un pasado no tan lejano, el terrorismo yihadista se destacaba generalmente por su escala, así como por la sofisticación de su planeación, tácticas y entrenamiento de sus perpetradores.  Sin embargo, a la luz del 11 de septiembre de 2001 y las guerras en Afganistán, Iraq, Libia y Siria, sus modus operandi han ido mutando.  Además de una ingeniosa estrategia propagandística en redes sociales y el establecimiento territorial de un califato, el Estado Islámico (y Al Qaeda) vienen invitando a sus reclutas occidentales a utilizar armas improvisadas, tales como cuchillos de cocina y vehículos en contra de los enemigos de Alá. 

Desde la masacre en Niza el Día de la Bastilla en 2016 hasta la de Barcelona hace una semana, pasando por Ohio, Berlín, Londres y Estocolmo, esta modalidad de terrorismo va en aumento.  La innovación que la caracteriza es su sencillez y democratización, así como su conducción virtual.  Si antes el Estado Islámico instaba a sus futuros guerreros a viajar a Siria como obligación espiritual, las dificultades actuales de movilización en la zona han llevado a que la lucha se libere “en casa” y de forma remota. Así, la mayoría de los atacantes son “lobos solitarios” o pequeños grupos de jóvenes musulmanes cuyo único vínculo con la organización es a través del internet, cuyos operadores realizan labores de inspiración, radicalización e instrucción.

A diferencia de las armas, el fertilizante u otros químicos utilizados para fabricar bombas, poco que se puede hacer para prevenir el acceso a los medios del terror cuando éstos son de uso legal y cotidiano, y al terrorista cuando éste puede ser cualquier muchacho desadaptado o resentido.  Identificar y capturar a jóvenes en proceso de radicalización pero que no forman parte de ningún movimiento ni célula es casi imposible sin incurrir en una discriminación generalizada.  Y si bien el espacio público se puede blindar mediante la instalación de rampas anti-vehiculares, bolardos y muros de contención, no es viable proteger toda zona donde pudiera presentarse un ataque.  Deformar la geografía urbana con concreto corre el riesgo adicional de propiciar una mentalidad de bunker, antinomia de la democracia.

El “círculo vicioso” que alimentan ataques de este tipo es problemático: aumentan el apoyo ciudadano para estrategias de mano dura contra el fundamentalismo islámico -y por extensión, contra los musulmanes- y agudizan los sentimientos anti-migratorios.  En la medida en que crezcan la xenofobia y la represión, estas terminan “confirmando” el argumento básico del yihadismo de que Occidente está librando una guerra contra el Islam. 

Lógicamente, la incertidumbre de que cualquier cosa pueda convertirse en arma letal, cualquier persona en terrorista y en cualquier momento de la vida diaria, genera miedo existencial, pese a que anualmente los accidentes automovilísticos o el abuso de alcohol y tabaco cobran muchas más víctimas.  El mayor peligro de la democratización del terrorismo, más allá del horror y rechazo que provocan ataques como el de Las Ramblas, es su astucia para sembrar temor entre las sociedades, envenenarlas y llevarlas a abandonar valores fundamentales como la tolerancia y el respeto por los derechos civiles y minoritarios.  Ello hace pensar que la acción preventiva de los Estados no se puede quedar en poner más bolardos.

 

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