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La desigualdad en la educación superior

Salomón Kalmanovitz
20 de noviembre de 2011 - 11:00 p. m.

En una ceremonia reciente en la Universidad de los Andes que homenajeaba a su rector saliente, Carlos Angulo, el presidente Santos expresó un sentimiento de satisfacción con la institución de élite que llama a la preocupación.

Dijo que contaba con siete miembros de gabinete uniandinos (ahora son ocho, con Rafael Pardo) y que su consejo de ministros parecía una clase de la misma universidad.

Está bien que los egresados de una institución de alta calidad encuentren buenas posiciones, pero que el presidente se enorgullezca de mantener los privilegios de sus egresados informa que no le preocupa la falta de movilidad social en la sociedad colombiana. Esa despreocupación se expresó también en la reforma a la Ley 30, que abortó gracias a la movilización estudiantil y la crítica tanto de los rectores de la universidad pública como de la privada (incluyendo a Angulo).

Hoy está terminando bachillerato menos del 70% de la población en edad de hacerlo, de los cuales 30% entra a la universidad y 7% al Sena. De los que comienzan la universidad no termina el 50%, lo cual es una cifra vergonzosamente alta y dice mal de la atención a los estudiantes en las universidades, más descuidada en las públicas. Es también un enorme desperdicio de los recursos públicos, de los ahorros de las familias y del tiempo de los estudiantes.

La universidad pública selecciona estudiantes de acuerdo con el puntaje obtenido en los exámenes de admisión, lo que ha hecho que privilegie a los bachilleres de los mejores colegios del país, algo que se correlaciona con el estrato socio-económico de sus familias. Esto se condiciona porque muchas familias de estratos 5 y 6 no quieren enviar sus hijos a la universidad pública, que está cruzada por problemas presupuestales agudos, por frecuentes movilizaciones y conflictos y por la presencia de estudiantes de estratos inferiores. Las excepciones abundan en las facultades de medicina, artes y otras carreras en las que las universidades públicas de élite obtienen buenos resultados en los exámenes de Estado o Saber Pro.

Una de las consignas del movimiento estudiantil es a favor de una educación gratuita. Si se llegara a implementar, no enfrentaría el desigual acceso a la educación superior sino que lo agudizaría: familias que pueden pagar por la educación de sus hijos se verían exoneradas, mientras que los que requieren matrículas de 0 pesos pero además subsidios focalizados no los recibirían.

Reducir la desigualdad de acceso requiere ampliar los cupos del bachillerato y mejorar su calidad, expandir sustancialmente las universidades oficiales, remediar las falencias en lenguaje, matemáticas y ciencias de los estudiantes en desventaja y atacar a fondo la deserción: si es por causas académicas, focalizar los problemas con tutorías personalizadas; si es por razones económicas, entregar subsidios suficientes que mantengan a los muchachos estudiando.

Algunas universidades públicas manejan con desidia sus presupuestos, invierten en nuevas sedes o en relaciones públicas, antes de mejorar la calidad de sus programas y enfrentar la deserción. En esto el movimiento estudiantil debe convertirse en veedor.

Me parece sensata la meta propuesta por Andrés Hoyos, de alcanzar progresivamente un 1% del PIB destinado a la educación superior, sin renunciar a las matrículas de los que pueden pagarlas holgadamente y asignando los recursos en la forma más austera y eficiente posible.

 

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