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La disolución de los espíritus rebeldes

María Teresa Ronderos
10 de diciembre de 2010 - 04:23 a. m.

HA SIDO TABÚ HABLAR DE NARCO-tráfico sin mencionar guerra, lucha y combate.

Pero en la reciente Feria del Libro de Guadalajara descubrí maravillada que intelectuales y periodistas mexicanos están produciendo cientos de artículos y decenas de libros con vivisecciones transgresoras del narco, como no he visto aquí en Colombia, a pesar del doloroso cuarto de siglo que llevamos cargando ese bacalao a cuestas.

Retratan el vil negocio, cómo produce fortunas en segundos, cobra vidas antes de tiempo, altera la vida cotidiana y hasta pervierte el buen gusto popular. Más valioso aún, intentan explicar su arraigo rápido y la profunda confusión en que nos tiene.

Había escuchado en Medellín una tesis alternativa a la consabida película gringa de héroes y villanos. Me dijo un profesor que las élites habían cultivado deliberadamente este negocio ilícito en las comunas para impedir que el pueblo, hastiado de maltrato, se levantara. Quitándole el ingrediente conspirativo (da risa imaginar el ejecutivo maquinando la dominación social desde su cómodo sillón en un pent-house de la Milla de Oro en El Poblado), volví a escuchar la teoría en Guadalajara. Ésta dice que el fenómeno prendió como con mecha de pólvora por todo el continente por su poderoso efecto cautivador de espíritus rebeldes.

Nuestros jóvenes ya no sueñan en colectivo en cómo cambiar el mundo, ni forman guerrillas como en los setenta, sino que arman bandas que sueñan en privado cómo volverse ricos y llegar a la cima. Pero unos y otros tienen el alma resentida, comparten cierta altivez pendenciera frente a un poder injusto y excluyente. La cultura narca ha contribuido a trocar las insurrecciones sociales por insurgencias individuales; en broncas ambiciosas cargadas de rabia contra una autoridad, tantas veces abusadora y comprada.

No por nada Hillary Clinton dijo hace unos meses que las bandas de narcos estaban haciendo causa común con la insurgencia en México y América Central. Y en Colombia, Farc y narcotráfico se atrajeron como imanes. La guerrilla extendió con ello su supervivencia, pero licuó de tal forma su ideología con el crimen, que la pretendida chispa revolucionaria despertó un odio reaccionario y empujó al país a la derecha.

De ahí, nuestra ambigüedad frente al narco. Hay condena social, es obvio. ¿Quién no reprocha los 30 mil muertos que dicen que es el saldo de sangre de los carteles mexicanos desde que el presidente Calderón les declaró la guerra? ¿Quién no les recrimina a los barones de la droga colombianos haber asesinado a los mejores líderes?

Pero soterradamente hay connivencia, y no sólo por la plata fácil o por miedo. Un aire de reivindicación de los de abajo se percibe en las letras de los narco-corridos, tan escuchados en Monterrey como en Putumayo; en el crudo y muy visitado Blog del narco; en la fascinación de los guionistas de telenovela con los capos; y en la solidaridad con los jóvenes sicarios que impide que la policía entre a barrios de Santiago o de Río de Janeiro.

Si el narco criminaliza la sedición por abajo, por arriba nubla la claridad política. Los gobiernos dan palos de ciego, atacan la violencia con violencia, y no ven la corrupción y la ilegitimidad como los enemigos primordiales que son. Halcones y comerciantes de la guerra se frotan las manos, mientras nuestros limitados presupuestos fluyen fáciles para las armas y la represión. Así el dragón se muerde la cola.

Vale la pena seguir el ejemplo de estos valientes escritores y reporteros mexicanos, que en reacción a la hecatombe que se les vino encima, están sabiendo mirar al narco por fuera de la versión oficial, sin censura, y ayudarnos a entender lo que nos está pasando en estos tiempos violentos.

 

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