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La dulce irrealidad

Carlos Granés
30 de mayo de 2014 - 04:28 a. m.

¿Por qué la mentira es tan seductora?

¿Por qué una afirmación descabellada —que Santos es castrochavista— y una acusación sin pruebas —que Santos recibió dos millones de dólares del narco— tienen más peso a la hora de tomar una decisión que hechos reales, como que Uribe logró la reelección de 2006 a cambio de prebendas? Alguien cercado por la corrupción y el paramilitarismo crea la ilusión de que su oponente es aún más corrupto y próximo a grupos ilegales violentos, y la mentira tiene más éxito que la verdad. ¿Por qué?

La primera ronda de las elecciones presidenciales las perdió Santos, desde luego, pero también las personas que en teoría tienen poder para influir en la opinión ciudadana. Basta hacer un recuento de las últimas ediciones de El Tiempo, Semana y El Espectador para comprobarlo: los mejores escritores del país, los analistas más reconocidos y los periodistas más influyentes se dejaron los sesos analizando uno por uno los vicios del uribismo, los errores —cuando no delitos— cometidos durante sus dos períodos presidenciales, los riesgos que entraña para las instituciones democráticas su reelección encubierta, el peligro que supone para Colombia cambiar al político clientelista —tan mediocre y cínico como se quiera— por un caudillo redentor; se dejaron los sesos, decía, tratando de mostrar por qué había —y hay— muchos argumentos para desconfiar de Uribe (Zuluaga no existe en esta película) y de explicar racionalmente algo que aun quienes más aborrecemos a las Farc podemos entender: que por fin se avanza en un proceso de paz sólido, que por fin se puede desarticular ese macabro engranaje parasitario que succiona recursos económicos y deja muertos en el camino, que por fin se podrá derrotar a los farianos en el campo de las ideas, donde tienen todas las de perder, y no en el monte; se dejaron los sesos, insisto, aterrizando los datos a la realidad, enumerando hechos y diciendo la verdad, y sin embargo bastaron un par de mentirijillas ridículas por parte de Uribe (repito: está Zuluaga, pero podría ser Pérez, Fernández, Sánchez...) para que todo este esfuerzo se desmoronara. ¿No es esto desconcertante? ¿Dice algo sobre nosotros?

La candidatura de Zuluaga se fortaleció en medio de un lodazal confuso y nauseabundo en el que las mentiras de Uribe chapotearon hasta ensuciar a Santos. Y a pesar de que resultó claro que el expresidente no estaba dispuesto a aportar una sola prueba que respaldara sus acusaciones, Zuluaga repuntó en unas encuestas que le auguraban un triste final. ¿Por qué ante la prueba de la mentira y el juego sucio, el electorado no castigó, sino que por el contrario premió, a Uribe? ¿Acaso la mentira se adaptaba mejor a sus deseos, temores o intereses? ¿La ficción le devolvía la bravura y heroicidad que la política clientelar había erosionado?

Ya son muchos interrogantes para los que no tengo respuesta. Lo que sí sé es que el extremismo se nutre de mentiras y que el fanático depende de la irrealidad como el adicto de la heroína. Y también sé, o al menos intuyo por lo que se vio en esta campaña, que ese es el camino que está abriendo el uribismo.

 

Carlos Granés *

 

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