La fe perdida

William Ospina
07 de abril de 2017 - 10:42 p. m.

No acaba de expresarse la voluntad popular en Cajamarca, rechazando una explotación aurífera que amenazaría las fuentes de agua, en una votación histórica que es ejemplo para el mundo, y ya un ministro colombiano está negando la validez de ese triunfo y declarando que la decisión ciudadana nada puede contra las decisiones del Gobierno.

Y después preguntan por qué el pueblo colombiano cada vez cree menos en este modelo de democracia aparente que mantiene a las mayorías en la pobreza y en la exclusión, que nos ha regresado a la economía extractiva del siglo XVI, y que mantiene a unas élites corruptas trenzadas en una lucha sórdida por el Estado, por los puestos y los presupuestos.

La dirigencia colombiana y algunos de sus medios de comunicación suelen afirmar que la abstención, que es tradicional en las elecciones, y que en el reciente plebiscito sobre los acuerdos de La Habana superó el 60 por ciento, se debe a ignorancia, a indiferencia o a la irresponsabilidad de las mayorías.

Yo creo que es más bien la expresión de un profundo escepticismo del pueblo ante una democracia tramposa, que se acostumbró a negar la voluntad popular o a manipularla, e hizo que todo colombiano desconfíe profundamente de que en el marco de lo existente el país pueda cambiar algún día.

Colombia no es Suiza, donde la gente se abstiene de votar porque está satisfecha con lo que existe. Si algo sabemos es que aquí todo el mundo está insatisfecho, pero nadie cree que con este modelo electoral y administrativo sea posible cambiar las cosas.

En el mundo democrático los candidatos alternativos pueden abrirse camino, en Colombia los matan antes de que lleguen al poder, y cuando por algún accidente estadístico alcanzan el triunfo, siempre tienen recursos jurídicos para inhabilitarlos, recursos mediáticos para satanizarlos, recursos administrativos para maniatarlos e impedir que cumplan sus programas.

En todo el mundo después de las guerras civiles llega la reinserción, la reconciliación; hay una sociedad dispuesta a recibir a los guerreros que se desmovilizan, acogerlos en la civilidad y brindarles un espacio legal para sus luchas. En Colombia la aniquilación de los desmovilizados es una costumbre desde los tiempos en que Rafael Uribe Uribe fue asesinado ante el Capitolio tras haber perdido la guerra, y nadie olvida los nombres de Guadalupe Salcedo, de Dumar Aljure, de Carlos Pizarro Leóngómez…

En todo el mundo después de los conflictos se abre el espectro para que surjan nuevas fuerzas políticas; en Colombia los que han conducido la guerra se atornillan en el poder y persiguen toda idea alternativa.

La compra de votos, el acarreo de electores, la financiación ilegal de campañas, la calumnia, el rumor, y lo que recientemente se llama la mermelada, el uso indebido de dineros públicos para obtener el triunfo electoral, son prácticas comunes de nuestra democracia, bajo un poderoso y bien aceitado modelo de gamonalismo regional totalmente conectado con los poderes centrales.

¿Por qué tendría la gente que creer en un modelo donde ya se sabe desde siempre quiénes pueden ser elegidos y quiénes jamás tendrán derecho a serlo por su origen, por su pobreza o por su desacuerdo con el modelo? Si a mí me preguntaran cuáles son las razones por las cuales la inmensa mayoría de los colombianos no cree en este modelo político, y prefiere replegarse a la vida privada, a luchar por sí mismos y por los suyos sin esperar nada del Estado ni de la sociedad, yo enumeraría las cinco manchas inmensas de la democracia colombiana: aquí mataron a Jorge Eliécer Gaitán, la única esperanza grande del siglo XX en Colombia; aquí aniquilaron a los guerrilleros liberales que se acogieron a la amnistía del gobierno militar en 1957; aquí se repartieron el poder entre los dos partidos que habían hecho la violencia de los años cincuenta, prohibiendo toda propuesta política alternativa; aquí le robaron el triunfo en las elecciones a Rojas Pinilla en 1970; aquí exterminaron a todo un partido político en las calles en los años 80. No creo que se necesiten más razones para perder la fe.

El pueblo colombiano no es ignorante, ni indiferente ni irresponsable, lo que pasa es que es prudente, tiene memoria y es profundamente escéptico ante un modelo de democracia mentiroso, que mantiene a las mayorías lejos de toda oportunidad, que destruyó la incipiente industria de nuestros empresarios, que acabó con la pequeña agricultura y sólo dejó espacio para unos renglones de la gran agroindustria de exportación, que destruyó al campesinado, lo arrojó a las ciudades y ni siquiera tuvo un empleo que ofrecer a los desterrados en las urbes inhumanas que crecían.

Colombia es un inmenso desastre social donde los gobiernos se desentienden del sufrimiento del pueblo; sólo llegan a cuidar de la gente después de unas calamidades que nunca previenen, maquillan las cifras de empleo y procuran no tener en cuenta que la mitad de la población trabajadora languidece en la informalidad y en el rebusque.

Pero el gran poder que hace setenta años se sostenía por el apoyo ingenuo de la sociedad, ha ido socavando sus propios cimientos; el país perdió la fe en los políticos y en las instituciones, y todos sabemos que ahora del total de los que participan en elecciones ni siquiera un 20 por ciento son votos de opinión, de modo que hasta el voto termina siendo una forma del rebusque, un recurso de supervivencia.

Han convocado a la comunidad de Cajamarca a expresarse sobre si quiere o no que haya actividad minera en su región, en esas montañas cuya riqueza son el agua y la agricultura. Han autorizado la consulta, la han financiado: y cuando la comunidad se expresa abrumadoramente a favor del agua y de la agricultura, un ministro desvergonzado sale a negar la validez de la elección, la grandeza del triunfo ciudadano y la obligatoriedad de su decisión.

Uno no sabe si sentir indignación, o sólo asco.

 

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