La historia en directo

William Ospina
06 de febrero de 2011 - 06:00 a. m.

ES CURIOSA LA POSIBILIDAD QUE NOS ofrece hoy el mundo de seguir paso a paso los acontecimientos históricos.

Mientras escribo esta nota me es posible ver en internet detalles de la gran manifestación que llena la Plaza de la Liberación, a unos doscientos metros del Museo de El Cairo, donde duerme desde hace tres milenios la momia de Ramsés II y donde reposan algunos de los grandes tesoros de la humanidad.

A pocos metros corre también el Nilo, y las cámaras, los mapas satelitales, las noticias de prensa, el cubrimiento de internet, las llamadas redes sociales, todo produce la extraña certeza de que no estamos siendo testigos parciales y desinformados de algo inexplicable y remoto, sino que estamos en primera fila presenciando los acontecimientos, y hasta podemos acompañar la visita a esas imágenes con análisis de todo tipo a través de la prensa mundial.

Egipto es un país de mayoría musulmana, aunque con una presencia importante de cristianos coptos y de gentes de otras religiones que han vivido en los últimos tiempos un proceso creciente de alejamiento de los paradigmas occidentales y de reencuentro con su identidad árabe, con su cultura islámica, con su destino como gran protagonista de la historia de su región y tal vez como eje decisivo de muchas de las tensiones de Oriente Medio.

Allí está la multitud. Es asombroso poder decir que estamos presenciando el modo como se hace una revolución de rodillas. Cientos de millares de hombres prosternados alternan sus rezos con las consignas que exigen el retiro de Hosni Mubarak, el hombre que tomó el poder tras el asesinato de Anwar el Sadat hace 30 años. Los egipcios se han cansado de esta dictadura que, como otras en la región, a pesar de su corrupción y su ineficacia, ha sido sostenida por los grandes aliados occidentales, gracias a que ha sido el garante de la paz con Israel manteniendo cierto clima de desconfianza hacia este vecino, pero aceptando una ayuda estadounidense de 1.500 millones de dólares al año.

Los llevó a la exasperación finalmente el ver cómo Mubarak manipulaba las elecciones para dejar el poder a su hijo Gamal, acompañado por Omar Suleiman, el poderoso jefe de los servicios de inteligencia, y que no dudó en expulsar del Parlamento a los representantes de los Hermanos Musulmanes, la más poderosa organización de oposición. Artículos como el que escribió Max Rodenbeck en The Economist hace seis meses, titulado “La larga espera”, nos hacen sentir que la crisis se veía venir desde hace tiempo y que lo que toma por sorpresa a los lectores desprevenidos de los diarios ya había sido examinado y vaticinado por los expertos.

Es conmovedor ver cómo una muchedumbre indignada (las noticias hablan de un millón de personas en la plaza y muchísimas en Alejandría y en otras ciudades) puede mostrar al mundo su voluntad de paz y delatar ante la opinión pública las agresiones de que es víctima por parte de los partidarios de Mubarak, que montados en caballos y en camellos, vestidos de civil pero armados de navajas, garrotes y machetes, marchando en formación, intentaron hacer creer al mundo que la revuelta pacífica se estaba convirtiendo en una guerra civil.

Muy posiblemente eran agentes de seguridad disfrazados, aunque sabemos también que otra de las curiosas características de este momento histórico es que el millón y medio de policías y el medio millón de soldados del ejército egipcio no están participando en la contienda y parecen vacilar entre la fidelidad que le deben al gobierno los grandes oficiales, la lealtad que le han prometido al poder norteamericano que les da sus auxilios y los deberes de los soldados hacia su propio pueblo. Las fuerzas armadas, ha dicho El País de Madrid, asisten a los acontecimientos de Egipto con el corazón partido entre diversas y opuestas lealtades.

Hemos visto la irrupción de los jinetes y las escenas de violencia, y casi podemos ver a Mubarak en su palacio, resistiendo hasta el límite, aunque sabe que esta semana tendrá que dejar el poder, tratando de convencer al pueblo y sobre todo tratando de convencerse a sí mismo de que Egipto se hundirá en el caos sin él. Siempre es extraño que los tiranos no adviertan que es gracias a ellos que su país está hundido en el caos y que lo único que puede seguir es más bien la conquista de un orden nuevo.

Muchos temen ese nuevo orden. Las potencias occidentales temen que los Hermanos Musulmanes, que tendrán un papel destacado en la transición, dicten un ascenso del integrismo musulmán en uno de los mayores aliados de Occidente en la región. Israel puede temer que su poder se vea contrariado por este cambio, pero también a Israel le conviene a la larga que por fin se abra paso una solución real al drama palestino, que hasta ahora ha sido imposible.

Y es asombroso poder ver minuto a minuto, como uno más entre la multitud, al hombre que bien podría ser el orientador de esa transición. El valeroso y respetable Mohammed el Baradei, el hombre que se opuso desde la AIEA, la Agencia Internacional de Energía Atómica, a la invasión a Irak de Georg Bush, demostrando que ese país no tenía capacidad de fabricar armas nucleares y tampoco poseía uranio. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 2005, y harto presentía que esta transición venía en camino, porque hace poco creó la Asociación Nacional Para el Cambio, y esta semana llegó a Egipto para sumarse al pueblo en la gran presión de las calles. Otro Nobel de la Paz ha dicho hace un instante desde Washington que la transición debería comenzar en el acto.

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