La historia oficial y el peligro del mito

Arturo Guerrero
02 de junio de 2017 - 02:00 a. m.

Hay alboroto por saber quién escribirá la historia. No la de antes, la del XIX, que ya tiene sus próceres a caballo, sus haciendas repartidas, sus glorias inmarcesibles, sus carnicerías de pobres ordenadas por ricos.

El problema es con la historia del reciente medio siglo. Del lapso de la última larguísima guerra. Los distintos bandos están en guardia para impedir que el enemigo sea el relator de las barbaridades cometidas a dúo.

Unos y otros intuyen, así sea vagamente, que quien narre la vida tendrá la sartén por el mango. Que no basta reelegirse en el poder durante siglos, si estos siglos no se bendicen con el sello de lo bien hecho.

Es el caso del aniversario 50 de Cien años de soledad, que enardeció de nuevo el avispero de la masacre de las bananeras. ¿Cuántos muertos, obreros y pobladores llevó el tren? ¿Tres mil? ¿Acaso la cifra gubernamental, bastante más flaca, por supuesto, es la correcta?

O el de la Operación Marquetalia, hace 53 años, que en estos días generó controversia en El Espectador. En ella, según los fundadores de las Farc, el Ejército practicó “degollamientos y fusilamientos de centenares y miles de campesinos”.

A lo que, con reglamentaria redundancia verbal, el presidente de la Academia Colombiana de Historia Militar replicó: “Ese tipo de acción sí podría atribuirse a algunas acciones de guerrilleros y paramilitares, pero nunca a un soldado colombiano”.

Es previsible que esta discrepancia se incremente cuando entre en acción la Comisión de la Verdad, acordada en La Habana. Es claro que no tendrá efectos jurídicos. Solo que ni estos ni los efectos en la historia como ciencia son lo principal cuando se trata de construir la peligrosa memoria de los pueblos.

Para ponderar lo que está juego, conviene dar atención a este dictamen del poeta francés René Char: “La historia es el reverso del traje de los amos”.

Ya no es la leyenda del traje nuevo del emperador que de verdad estaba desnudo, según vio un niño. Ahora este emperador, el amo, desfila con atavíos de lujo. El mismo niño se atreve a abrir la regia capa y se da cuenta de que por dentro apesta a cadáver. Así es la historia autorizada.

En el trasfondo de esta ironía campea una consideración más profunda. El recuento de los hechos públicos es la suma y resta de la vida y la muerte. En el centro de este drama fundamental se eleva nada menos que la tragedia del poder.

Nadie la formuló mejor que otro poeta, Antonio Porchia, ítaloargentino de la amplia mitad del XX, autor de culto para Borges, Juarroz, Breton y Henry Miller.

Estableció, en uno de los aforismos de su obra “Voces”: Tú crees que me matas. Yo creo que te suicidas.

Vista desde los perpetradores, la historia la dictan los asesinos. Vista desde las víctimas, la escriben los suicidas. Esta es la tragedia de los amos: su poder no les alcanza para esquivar la muerte.

Ahora bien, la consignación de lo sucedido no les corresponde a historiadores ni juristas. Está en el teclado de los escritores, como Gabo, quienes conocen el peligro del mito.

arturoguerreror@gmail.com

 

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