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La honestidad del César

Álvaro Camacho Guizado
12 de diciembre de 2007 - 03:43 p. m.

Aquella afirmación del Roma no Plutarco de que la mujer del César no sólo debe ser honesta, sino que debe parecerlo, se debe aplicar también, y con más razón, a César. Esta exigencia es aún más relevante en una democracia, en la que la versión moderna del César está más sujeta al escrutinio público y por tanto sus defectos o virtudes adquieren por fuerza un carácter más público que privado. Más aún, se espera del César que sea un ejemplo de dignidad, sin la cual su legitimidad como máxima autoridad de un conglomerado puede verse menoscabada.

Se espera del César que no recurra a su posición de poder y autoridad para lanzar acusaciones no probadas, para denigrar de algunos de sus conciudadanos sin que éstos tengan las mismas posibilidades de defenderse de ellas. ¿Qué pueden pensar de ese César personas como Rafael Pardo, quien fue acusado de tener alguna connivencia con las Farc por el proverbial maestro del infundio que hoy ocupa el Ministerio de Defensa, acusación que en algún momento fue avalada por el César? ¿Qué pensará el periodista Gonzalo Guillén, acusado por el César de ser el escritor fantasma del libro de Virginia Vallejo, en el que se hacen acusaciones (también infundadas, hay que decirlo) al gran personaje de haber tenido relaciones con el César del narcotráfico? ¿Y qué pensará el magistrado Iván Velásquez, también acusado de ofrecer beneficios al paramilitar alias Tasmania a cambio de una acusación al César? ¿Qué pensará Piedad Córdoba, tantas veces acusada de tener agendas ocultas y perversas? Y, finalmente, ya sabemos qué piensa Chávez, luego de que fue acusado por el César de ocultar su ánimo expansionista en el proceso de negociación del acuerdo humanitario con las Farc.

Una ciudadanía más o menos ilustrada tiene el derecho de saber si esas acusaciones tienen bases reales, si hay pruebas aceptables de las afirmaciones o no, si se trata simplemente de imputaciones lanzadas al desgaire al calor de una rabieta particular. Y hasta hoy esa ciudadanía no ha visto esas pruebas. Y cuando esto ocurre, se esperaría al menos que hubiera retractaciones, que tampoco ha visto.

No se trata de que el César no se pueda defender, como lo dice en una entrevista en este semanario su escudero principal. No sólo puede, sino que debe defenderse, pero al hacerlo debe tomar en consideración no solamente su tranquilidad e inocencia, sino los efectos del uso del poder sobre los demás. Que alguien critique al César, eso forma parte del necesario juego de la democracia, y todo aquel que está en una posición de poder debe ser profundamente tolerante con las críticas. Ésta de la tolerancia es una de las virtudes que exige la democracia, y que va de la mano con la mesura en las respuestas a los críticos. No se puede lanzar a las fieras a los ocasionales opositores, ni mucho menos abusar de las asimetrías del poder.

Esa ciudadanía tiene el derecho de poder confiar en el César y éste tiene la obligación de responder positivamente a ese derecho.

Dicho lo anterior, esta columna no puede terminar sin que su autor repudie de la manera más radical el trato que las Farc dan a sus secuestrados. Aunque éstos sean la única carta que tienen en una eventual negociación política, no se justifica en modo alguno que sean encadenados, humillados y privados de elementales derechos y de su dignidad. Repugna que se recurra a estos métodos bárbaros en nombre de una supuesta izquierda. Si estas prácticas prefiguran un eventual régimen fariano, que Dios nos coja confesados. El viejo Marx y Camilo Torres se deben estar revolcando en sus tumbas al ver lo que se hace en sus nombres y hasta dónde se los puede traicionar. Ellos, como los mencionados arriba, tampoco se pueden defender.

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