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La hora de la resistencia civil

María Elvira Samper
24 de junio de 2012 - 01:00 a. m.

"Lo que empieza mal, termina mal", dice el refrán popular que bien se ajusta a la mal llamada reforma de la justicia aprobada por el Congreso.

Una reforma que el Gobierno vendió con el anzuelo de la descongestión de los despachos, de que haría más eficaz y acercaría la administración de justicia a la gente del común, y de que pondría punto final a los “choques de trenes”, pero que terminó convertida en una contrarreforma política disfrazada que blinda a los congresistas contra procesos disciplinarios y penales.

Una reforma autogestionada, pues sin asomo de pudor los “honorables padres de la patria” se dieron la patente de corso para legislar en causa propia, eximiéndose de declarar la existencia de conflictos de intereses, pese a que muchos de ellos —y entre ellos la mayoría de los que integraron la comisión de conciliación— tienen procesos en la Corte Suprema y/o en el Consejo de Estado.

Una reforma con ‘micos’ incluidos que les garantiza la impunidad, que hace prácticamente imposible perder la curul, que impide la muerte política de los congresistas. Una reforma que privilegia aún más a los ya privilegiados, que cambia las reglas de juego del juzgamiento de congresistas y de funcionarios con fuero, y que altera el trámite de numerosas investigaciones contra decenas de ellos hasta el punto de que procesos por parapolítica, farcpolítica y tráfico de influencias en la vieja Dirección de Estupefacientes —entre otros—, y casos como los de los exministros Andrés Felipe Arias y Diego Palacio, y el exsecretario general de la Presidencia Bernardo Moreno, quedan cobijados por la reforma y empezarían de cero o incluso podrían ser anulados.

Una reforma —para decirlo con todas las letras— que significa el cierre de numerosas investigaciones que vinculan a los legisladores con grupos ilegales, y que constituye una especie de autoamnistía para los congresistas en problemas que la cocinaron sin mayor oposición del Gobierno —promotor de la iniciativa—. Una reforma cocinada en medio del silencio cómplice de los magistrados de las altas cortes, que aunque inicialmente se rasgaron las vestiduras porque algunos puntos amenazaban la autonomía de la rama, terminaron negociando sus propias gabelas en desayunos, almuerzos y cocteles.

Una reforma que no resuelve los problemas estructurales de la justicia, que deja intacto el peligroso “choque de trenes”, que no responde a las necesidades de la ciudadanía de tener acceso a una justicia oportuna, ágil y eficaz. Una vergüenza de reforma hecha a la medida de las mezquinas ambiciones de congresistas y magistrados, que les consagra espacios de poder y que el Gobierno dejó pasar sin mayor resistencia.

La tardía reacción del presidente Santos, cuando ya todo estaba consumado, sólo se explica como un intento de última hora para desmontarse de sus propias culpas ante la reacción indignada de la opinión. Como promotor de la iniciativa, es suya y sólo suya buena parte de la responsabilidad, pues fueron muchas las alarmas y las voces autorizadas que advirtieron sobre el golpe contra la Constitución del 91 que se cocinaba en el Congreso, que el Gobierno no oyó y no quiso atender. Es hora de la resistencia civil, de sacar adelante el referendo para revocar el esperpento.

 

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